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"A pleno sol": la gran belleza de Alain Delon a bordo del crimen perfecto

Cuando veo a Alain Delon paseando entre los microuniversos culinarios que brotan de los puestos de un mercado de abastos callejero en la parte antigua de Nápoles, observando con gesto lúdico las caras sonrientes de los rapes, degustando la navaja que le ofrece una vendedora y guiñando el ojo en señal de aprobación después de metérsela en la boca mientras sostiene con la mano izquierda una chaqueta encima de su hombro dejando la restante libre para poder sujetar un cigarrillo o deteniendo su mirada en unas básculas de cobre mientras conversa con los locales, pienso que todas las cosas que me interesan del verano, que todas las razones elementales y objetivas por las que abrazo el calor de los periodos estivales, están condensadas en ese dilatado minuto de plano secuencia.

La idílica estampa, mecida por una libérrima tarantela a cargo de un compositor de la talla de Nino Rota pertenece a la segunda mitad de "A pleno sol", una película estrenada en plena década de los sesenta, adaptación exquisita de la novela de Patricia Highsmith, "El talento de Mr. Ripley" y vertebrada por la dirección de un René Clément que firmaba aquí una de las obras más emblemáticas del Polar francés. Sin desmerecer en absoluto las encarnaciones posteriores de Tom Ripley llevadas a cabo por Dennis Hopper en "El amigo americano" de Wim Wenders, Matt Damon en la potente versión del 99 orquestada por Anthony Minghella (tanto que esta obtuvo hasta cinco candidaturas a los Oscar) o incluso el mismísimo John Malkovich en la propuesta de Liliana Cavani de principios de los dos mil, la distinción narrativa con la que Clément reelabora todos los surcos de un guion ya de por sí impecable y consigue plasmar todo ese juego constante de espejos deformados que conlleva la ascensión social convierten la cinta en un elemento de calidad superior y en una obligatoria cuenta pendiente que revisar en agosto.

Cuentan que Delon permaneció insistente hasta las cuatro de la mañana en un encuentro mantenido con el director para convencer al también autor de "Juegos prohibidos" o "¡Qué alegría de vivir!" de que solo él podía meterse en la piel de este dementor de identidades señalado socialmente por una falta de pedigrí que le empuja a la frustración, la obsesión, la locura y al asesinato llamado Ripley, ya que ese papel estaba inicialmente destinado al que fuera marido de Brigitte Bardot, Jacques Charrier, mientras que al eterno rival de Belmondo le había asignado el rol de Philippe Greenleaf, el indolente joven heredero amigo de Tom Ripley al que el joven envidia y cuya pareja y vida privilegiada de rico bon vivant quiere y consigue arrebatar.

Depuración formal de lo bello

Menos mal, piensa una con resonancia de alivio, que Clément aceptó la oferta y cambió el plan, porque esos ademanes de elegantísima indolencia, ese barniz de crapulismo aparentemente inofensivo pero naturalmente mortal y esa belleza felina lacerante y completa, preñada de misterio y de dolor, solo podía ofrecerlas alguien que las portara. Y Alain Delon tenía demasiada materia prima encima como para tener que impostarla.

Salpicada por ligeros conatos fellinianos, la Italia en la que transcurre "A pleno sol" es la Italia de la ensoñación balsámica estival, de la Roma que no es divertida si no conoces a nadie, en la que finges ceguera para conseguir que una mujer atractiva te ayude a cruzar el paso de cebra y llevarte con suerte un beso, la Italia en la que te envuelven los libros de Fra Angelico con papel reciclado y terminas las noches en el Club Caracha para desembarcar de empalmada al día siguiente en los adoquines mojados de Mongibello a bordo de un velero después de haber tenido que enganchar bien el petifoque mientras surcabas el mar Tirreno.

Toda la colorimetría de la dirección fotográfica de Henri Decaë, la decadencia de las localizaciones napolitanas, los estilismos sesenteros repletos de lino, polos, vestidos vaporosos, alpargatas y camisas holgadas, la ambientación dinámica –repleta de saltos de cámara y juegos visuales tan propios del noir de la época– y la subrayable banda sonora de Rota que mencionábamos al comienzo, permiten que la película trasude una pompa de clase por parte de aquellos que tienen la suerte de dedicarse de manera exclusiva a la inabarcable práctica de la vida y sus atributos lindante con la de los Casiraghi. Qué pátina de estilo, qué depuración formal de lo bello, qué mirada prendida la de Alain, qué jornadas tan caras y tan desprendida. "Cuando uno quiere ser distinguido, cosa ya de por sí vulgar, no utiliza el cuchillo para cortar el pescado. ¡Y ya no digamos agarrarlo así!". "Para subirse al barco hay que quitarse siempre los zapatos", le espeta Phillippe (fantástico también Maurice Ronet) a Tom afeándole su torpeza a la hora de intentar pertenecer a una clase social que le repudia. Lo que no entiende este holgazán adinerado con el mismo porcentaje de tiempo que dinero es lo poco que le queda a bordo de ese velero y que a Delon le queda mejor el traje.

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