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Eulalia de España, la infanta viajera y errante que luchó por desmarcarse del encorsetamiento monárquico de la época

Recuerdo un viaje a Roncesvalles en mi coche con la gran escritora e historiadora, fallecida casi centenaria, Ana de Sagrera, Ana María como la llamábamos quienes la conocíamos. Ella había sido buena amiga de la Infanta Eulalia, que expiró en Irún en 1958. Partimos de Pamplona y el alegre recorrido lo hicimos en compañía de Beatriz de Lasuén y de José del Guayo. Durante el viaje Ana María nos contó diversas anécdotas e historias, entre las cuales varias sobre la Infanta Eulalia, un miembro fuera de lo común en la realeza europea de la época solo comparable, quizás, a la princesa Luisa de Sajonia-Coburgo-Gotha y a la princesa Luisa de Sajonia.Eulalia, hija de la reina Isabel II, fue una infanta original donde las haya. Viajera empedernida, vecina de París durante años, conocida y recibida en todas las cortes europeas, donde se movía como pez en el agua, tuvo una vida azarosa, no exenta de penas y dolores, algunos de los cuales fueron provocados por la mala relación con su marido y primo hermano el Infante Antonio de Orleans, duque de Galliera, hijo de los Duques de Montpensier, y por la vida disipada y poco ejemplar de su segundo hijo el Infante Luis Fernando, a quien el rey Alfonso XIII le retiró ese título el 9 de octubre de 1924.

Jugosas historias

De los viajes de Eulalia –como su histórica visita a Cuba, Nueva York y Chicago– y de sus relaciones familiares y de amistad, se puede leer en sus memorias, en sus obras «La vida en la corte desde dentro», «Cortes y países tras la guerra» o «Al hilo de la vida», o quizás aún más en la excelente biografía de Ricardo Mateos, en la que, con razón, la llama «l’enfant terrible». Los detalles y chismes que cuenta Eulalia –algunos bastante despiadados– eran fruto de su ácida visión crítica resultado –quizás– de una vida marcada por graves sinsabores y por un acusado don de observación. Enamorada del archiduque Carlos Esteban de Austria, fracasó su noviazgo con Carlos de Portugal, y acabó casando a la fuerza con su citado primo Antonio. Trató a la reina Victoria de Inglaterra y a la familia real británica, incluidos los Duques de Connaught o la Marquesa de Lorne, a la emperatriz Eugenia, al emperador Guillermo II de Alemania, a los Duques de Génova, al Papa León XIII, a la familia imperial rusa y la princesa Yusupova, a Leopoldo II de los Belgas, a Jaime de Borbón, duque de Madrid, a sus primos Baviera, incluido el excéntrico rey Luis II, o a Francisco I de Liechtenstein, entre otros muchos grandes personajes. De todos ellos escribió mil y una jugosas historias, capaces de entretener, y hasta de arrancar la sonrisa al más aburrido. Eulalia aspiró y luchó siempre por ejercer una libertad relativamente fuera de los encorsetamientos que los príncipes de su época sufrían, aunque sin renunciar a ser quien era, de lo que se enorgullecía, y a las ventajas que esa condición le aportaban: tenía muy a gala ser infanta de España y, de alguna manera, hizo que ese título real se oyera en las cortes europeas y se tomara conciencia de que España era una monarquía antigua y prestigiosa que había llevado a América su cultura y civilización, su idioma y religión, fundando allí universidades y colegios, erigiendo catedrales y hospitales abiertos a todos, como ninguna otra potencia durante los siglos XVI al XVIII. Sin embargo, no dudaba en afirmar que «algún día el pueblo sacudirá las coronas y liberándose nos libertará a nosotras».

Algunos piensan que ese curioso republicanismo era solo una pose. Pero lo que sí es cierto es que era una mujer avanzada para su tiempo, culta, liberal, feminista «avant la lettre», que no dudaba en defender la independencia de la mujer, su acceso a la formación, o el divorcio. Ella misma se separó de su marido el 31 de mayo de 1900, lo que produjo gran escándalo en la corte, aunque no demasiada sorpresa. Basta ver el magnífico retrato que le hizo Giovanni Boldini, adornada con un largo collar de perlas y un «collier de chien», muy a la moda de la Belle Époque, cayendo sobre su blanquísimo «décolleté», con una mirada inteligente y pícara, para darnos cuenta de que era todo un carácter. No soportó que su marido tuviera un flirt con Carmen Giménez Flores, llamada «la Infantona», que se le reconociera a ésta en 1909 el título de vizcondesa de Termens y, sobre todo, que el patrimonio de Eulalia y su lista civil lo gastara Antonio a manos llenas.

Pero, desde luego, la infanta no se eximió de tener su propio amante, su secretario particular el conde pontificio George Jametel, a quien logró introducir en algunos círculos sociales y que acabó casando con la duquesa María de Mecklemburgo-Strelitz, luego esposa del príncipe Julio Ernesto de Lippe. Si hemos de elegir a una infanta de España de apasionante vida, una de ellas es, sin lugar a dudas, la Infanta Eulalia, genio y figura.

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