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La isla de Fidel Castro y Gina Lollobrigida

1974. Verano maravilloso en las playas de Cayo Piedras, en la cercanías de la bahía de Buena Vista, en Cuba. Menos mal que el plan de desecar la zona para sembrar arroz se desechó. En cuanto Fidel Castro vio el archipiélago quedó fascinado. «¡Qué vacaciones me puedo pegar aquí, chico!», se dijo. Con la modestia propia de un luchador contra el imperialismo burgués se hizo construir una mansión con helipuerto, piscina olímpica, hospital, delfinario y criadero de tortugas. Además, al igual que el socialismo cubano comunica al hombre con la felicidad, hizo construir un puente de 215 metros para conectar dos islas. No faltó la batería antiaérea ni el servicio de guardacostas por si el yanqui intentaba alguna tropelía.

Ese día era especial en el complejo residencial. Iba a llegar Gina Lollobrigida, la bellísima actriz italiana que también se dedicaba al periodismo y la fotografía. La visita tenía al dictador muy nervioso. «A ver, somormujo –soltó Fidel a uno de sus camaradas sirvientes–, badulaque, gaznápiro, mosquita muerta, espabila y pon el campari a la vista. Quiero que la Lollo esté como en casa». La mansión parecía en ese momento un día de colada en el Palacio de Buckingham. El personal iba y venía colocando toallas, sábanas blancas y alfombras de yute. La tropa de camareros, todos uniformados y con pelo militar, preparaba el refrigerio.

El doble de Fidel

«¿Dónde está Silvino? No quiero que hoy me suplante», gritó Fidel de repente. El doble del dictador sufría ya «burnout», estaba agotado. No hacía más que tragarse conferencias, desfiles, visitas a colegios y centros de ancianos. Incluso le vacunaron dos veces de la fiebre tifoidea porque Castro faltó ese día. A veces, como no sabía qué decir, hacía discursos de horas. «Excelencia revolucionaria –contestó un tipo con gafas de sol–, no se preocupe, su doble está ahora mismo con Leonidas Brezhnev inaugurando la escuela vocacional “Lenin” en La Habana». Fidel suspiró complacido y se dirigió al departamento de comunicaciones. Aquello era como la sala del centro espacial de Houston. «Excelencia, el helicóptero con Lollobrigida está tomando tierra». «¿Viene Raúl?», preguntó el dictador. «No, Ilustrísima». «¡Azúcar!», pensó alegremente el barbudo. Así tendría más intimidad.

La «Lollo» descendió de la aeronave. Vestía una bajichupa, que es una blusa de escote bajo que distrajo mucho a la escolta. El pantalón estaba muy ceñido hasta las rodillas, lugar en el que se ampliaba como la cúpula de Santa María del Fiore, dejando ver unos pies pequeños trufados de dedos comestibles. La italiana se sujetó el sombrero bajo la atenta mirada de Fidel, que había decidido imitar al Clark Gable de «Mogambo». La actriz se quitó las gafas de sol y desplomó lentamente sus pestañas. «Asere, ¿qué bolá?», saludó Castro. «Come dici? Non capisco niente», respondió ella. El intérprete salió al rescate: «Es una frase cubana, perdone. Quiere decir que cómo está». «Bene, grazie», contestó fríamente la actriz.

Castro pensó que aquello se le escapaba, que la entrevista se quedaría solo en un intercambio de palabras, cuando él quería intercambiar algo más. Sacó el arsenal preparado por su servicio secreto: «Es usted más guapa que Sofía Loren». Todos rieron sin saber muy bien por qué. La cosa ahora iba chévere. Marcharon juntos a la piscina y empezaron a hablar de cosas intrascendentes como la pasada crisis de los misiles, las guerras de Vietnam y del Yom Kipur, el presidente Nixon y la carrera espacial. «Hace calor –dijo Fidel sacándose el puro de la boca–. ¿Tomamos un mojito, un daiquiri, una canchánchara… ¿un guarapo, quizá? También tengo campari». Era una propuesta distraída, como si no estuviera calculada por el centro vocacional «Lenin». La italiana aceptó. Aquello subió la temperatura, pero para calmar los calores estaba la piscina.

«¿Tiene bañador? ¿Bikini? –preguntó Castro señalando su pecho con el puro-. Puedo hacer que traigan ahora mismo uno del color y talla que usted quiera». La «Lollo» negó con el dedo índice muy despacio, como si despejara dudas en un cristal invisible. Se quitó la ropa y se zambulló como en una película de Emmanuelle. Fidel mordió el cigarro y se tragó las ganas. «Lollo, has conseguido detener el tiempo en mi corazón –dijo Castro ya tuteando–. Toma. Compruébalo. Aquí tienes mi reloj. Te lo puedes quedar». La actriz hollywoodiense miró el chisme. «Pero es un Casio…», dijo decepcionada. «No es solo un Casio –contestó el modesto comunista–. Es de titanio». «Bueno –pensó Gina–. Lo subasto y punto». (El reloj fue subastado en 2024 por 18.850 euros. Tenía una inscripción que decía: «A Gina con ammirazione. Fidel Castro»).

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