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Daniel Craig: de James Bond al mundo gay de Burroughs

Hace un par de semanas saltaba la noticia de que Joaquin Phoenix había abandonado bruscamente el romance gay dirigido por Todd Haynes cinco días antes de empezar el rodaje. Aunque el actor no ha dado explicaciones oficiales, se comenta que, en el último momento, no quería enfrentarse a las críticas del colectivo LGTBI, que no veía con buenos ojos que una estrella hetero se atreviera con el sexo «queer». A la vista de «Queer», la adaptación de la novela homónima de William Burroughs que Luca Guadagnino ha presentado a concurso en la Mostra, hay que aplaudir que Daniel Craig no sea de los que se achanta con el qué dirán. Su entregadísima interpretación del escritor de «El almuerzo desnudo» es, también, un borrón y cuenta nueva con respecto al icono que ha definido buena parte de su estatus estelar. Aunque, como dijo Guadagnino en rueda de prensa, «No hay forma de evitar el hecho de que nadie sabe realmente lo que desea James Bond, y punto». Tal vez el agente 007 era más pansexual de lo que creían sus fans.

La honestidad con que Craig se enfrenta a las escenas de sexo en «Queer» –recordemos que el actor británico ya había interpretado a otro homosexual al comienzo de su carrera, el de amante del pintor Francis Bacon en «El amor es el demonio»– es la prueba fehaciente del respeto que Guadagnino siente hacia un personaje para el que el deseo homoerótico es una manifestación más de sus fantasmas interiores, una combinación entre la necesidad de afecto y la de transgresión de los límites del cuerpo y la conciencia, que alimenta con su adicción al alcohol y la heroína. «Soy un hombre que se acuesta muy temprano, nunca he tomado drogas en mi vida, nunca he fumado un cigarrillo, y he estado a dieta y he perdido quince kilos», confesó Guadagnino. «Puedo contar con dos manos los amantes que he tenido en mi vida. Sin embargo, me encanta la idea de ver a la gente y no juzgarla, de asegurarme de que incluso la peor persona es alguien con quien puedes identificarte».

Conexión telepática

William Lee, trasunto de Burroughs, se enamora perdidamente de Eugene Allerton (Drew Starkey) en su exilio en los barrios bajos de la ciudad de México, a finales de los años cuarenta. Guadagnino, que quedó impactado con la lectura de la novela a los diecisiete años, acentúa la dimensión onírica de los espacios a base de anacronismos musicales (Cole Porter convive con Nirvana) y pesadillas recurrentes, que subjetivan el relato de un amor desesperado, y un deseo correspondido solo a medias.

El Burroughs de Craig es un animal desvalido, menos patético que vulnerable, y su viaje a América del Sur, en busca de una droga que active la conexión telepática con el otro, tiene que ver, en realidad, con el amor, con desenmascarar la opacidad de un Allerton que es frío, elusivo e intermitentemente empático. «Queer» se pregunta, según Guadagnino, quiénes somos cuando estamos solos, y qué nos ocurre cuando queremos redimirnos en nuestro objeto de deseo. Son preguntas sin respuesta, incluso cuando los personajes logran que la ayahuasca les haga penetrar en el cuerpo del otro, en una escena que evoca con precisión las imágenes dantescas que habitaban las páginas de «El almuerzo desnudo».

En «Harvest», adaptación homónima de la novela de Jim Crace, la griega Athina Rachel Tsangari afronta su primera producción en inglés sin olvidarse de algunos de los rasgos autorales que había demostrado en «Attenberg» y «Chevalier», sobre todo en lo que se refiere a la disección de los sistemas patriarcales de poder y los rituales asociados a ellos. La acción, que podría estar situada justo en los confines de la agricultura preindustrial, en una comunidad rural que depende de un patrón que ha preferido sustituir el feudalismo por una suerte de protosocialismo, cuenta la disolución de esa utopía, que, bajo la mirada casi antropológica de Tsangari, solo existe como tal cuando está conectada con el vigor y la belleza de la Naturaleza.

Hay un protagonista (Caleb Landry Jones), que parece funcionar como puente entre el poder y el pueblo, pero está demasiado desdibujado entre el retrato de lo colectivo y una cierta dispersión argumental. La principal virtud de «Harvest» es su aguda fisicidad: en ella notamos el olor del campo medieval, la violencia del fuego y la humedad de la noche, la suciedad del fango y el esfuerzo del trabajo de sol a sol. La película tiene un sentido del espacio muy inmersivo, casi performático, que compensa sus declives narrativos.

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