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El Joker desafina, y mucho, en Venecia

Es lo malo de las expectativas: cuando caen, se rompen todos los huesos. Todd Phillips, que ayer volvía a competir en la Mostra veneciana con «Joker: Folie à Deux» después de que «Joker» ganara el León de Oro en 2019, se declaraba nervioso. «Ahora sientes todas las miradas sobre ti», algo que, según él, no ocurrió la primera vez. Entonces ni contaba con ganar un premio tan prestigioso, ni con que aquella película se convirtiera, bajo el tsunami del trumpismo, en un ambiguo manifiesto ideológico que representara el airado desencanto de toda la horda de incels y marginados sociales que veían en el Joker a un revolucionario antisistema, que convertía el nihilismo de los oprimidos en la fuerza motriz de un destructivo cambio de modelo político.

Cuando un periodista le preguntó a Todd Philips si esta secuela quería erigirse como respuesta a ese nihilismo, su respuesta fue tajante: «Las películas no se hacen como reacción a nada». No es eso lo que se deduce de las imágenes de «Joker: Folie à Deux», que obedecen ahora a una operación de blanqueamiento del personaje, cuyo objetivo es, según Joaquin Phoenix, «la búsqueda del amor y la seguridad», aunque el depósito de sus afectos sea una mujer (Lady Gaga como Harley Quinn) tan desequilibrada como él mismo.

Crónica de una enfermedad

Una de las virtudes de «Joker» era la de saber reformular la mitología de un villano que contaba con, al menos, dos imágenes corporativas que deconstruir, la paródica (Jack Nicholson) y la diabólica (Heath Ledger). La generosa interpretación de Joaquin Phoenix alimentaba de tormentoso «angst» la biografía de un personaje complejo y contradictorio, otorgando carácter de patología a su siniestra carcajada y desarrollando los efectos psicóticos de sus traumas a la luz de un padrino apócrifo, el Travis Bickle de «Taxi Driver», personaje icónico del que heredaba sus problemáticos genes ideológicos. A Todd Phillips le ha resultado imposible igualar aquella jugada maestra, y ha optado por desprender al Joker de todo peligro, de toda sensación de amenaza.

Si «Joker» era una película en continuo movimiento, su secuela es sorprendentemente estática: medicado hasta las cejas, Arthur Fleck está encerrado a la espera de un juicio que le libre de la pena de muerte, y lo único que ameniza esa espera es el encuentro con Harley Quinn, que intentará convencerle para que vuelva a ser el Joker. En esencia, las dos horas y cuarto del filme se reducen a esa «folie à deux», a la crónica de una enfermedad mental tipificada que consiste en el contagio de un síndrome psicótico de un individuo a otro en estado de aislamiento. Por un lado, despierta simpatías que Todd Phillips le haya colado a Hollywood una superproducción de corte intimista sobre la locura. Por otro, teniendo en cuenta lo inerte del resultado, no parece el director más adecuado para acometer semejante empresa.

«Joker: Folie à Deux» es un musical, aunque en la rueda de prensa sus implicados insistieran en negarlo, por razones que se nos escapan. Por ejemplo, Lady Gaga renegó del género aduciendo que, en la película, «la música se utiliza para darle a los personajes una manera de expresarse porque los diálogos no bastan», olvidándose, precisamente, de que ese es uno de los objetivos de las canciones en el musical. Poco después de acabar el rodaje de la primera parte, Phoenix soñó con el Joker cantando en un escenario, algo que disparó la imaginación de Phillips. Teniendo en cuenta que, en «Joker», «la música era un personaje más», y que su secuencia más icónica era el baile de Joker en las escaleras de un callejón neoyorkino, la deriva musical de la secuela parecía sensata.

Performances desvaídas

Phoenix –que, con mejor humor del habitual, declinó responder una pregunta sobre el plantón a Todd Haynes a cinco días de empezar el rodaje de su esperado romance gay-, defendió la imperfección de sus afinaciones, explicando que tanto él como Lady Gaga interpretaron las canciones en el plató, todos estándares populares, con un pianista en directo, suponemos que para respetar la honestidad emocional de esas fugas. De todos los temas que cantan, tal vez sea la versión de «Ne me quittez pas» de Phoenix la más desgarrada, pero el resto de «performances» resultan más bien desvaídas. Tanto como el conjunto del filme.

La francesa «Jouer avec feu», de las hermanas Delphine y Muriel Coulin, presenta como síntoma de una sociedad enferma a un joven de 22 años que probablemente habría salido a quemar la calle después de ver «Joker». De un día para otro, un padre viudo (Vincent Lindon) ve cómo su hijo mayor es abducido por las amistades peligrosas de las juventudes neofascistas, y no sabe qué hacer para detener la catástrofe. Es una pena que la película tenga una acusada tendencia a la simplificación y al sermón moral, porque en ella duerme la conmovedora historia de un padre que vive como una tragedia el conflicto entre sus principios (su responsabilidad social) y la fuerza visceral de los lazos de sangre. En un plano existencial, el filme se plantea qué significa el perdón cuando el mundo se desmorona, pero las directoras no saben qué hacer con las ruinas. Deberían habérselo consultado al Joker.

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