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Luz de la edad media: resurrección de Notre Dame

Estamos de enhorabuena todos los amantes de la belleza. Y, por supuesto, todos los católicos. Una de las más grandiosas catedrales góticas de la Cristiandad vuelve a la vida, casi diríamos resucita de entre los muertos. Aunque, por desgracia, se han introducido en el mobiliario de la nueva catedral algunos feos elementos minimalistas de un anacrónico sabor postmoderno, el conjunto restaurado es impresionante y de una indiscutible belleza.

En efecto, Notre Dame es ahora más bella y luminosa que antes, pues los restauradores han sabido devolverle su luz original, la luz del gótico, sacándola de la penumbra grisácea en la que en los últimos tiempos se había visto sumida por el deterioro del edificio. El sello estilístico del gótico fue la luz, no la penumbra (que es más propia del románico). Que lo gótico haya terminado siendo sinónimo de algo «oscuro» (la novela gótica como novela de terror, por ejemplo) no es más que un efecto tardío de la damnatio memoriae que cayó sobre la Edad Media desde los albores del Renacimiento.

Ciertamente, la reapertura de Notre Dame es un evento feliz cargado de un gran simbolismo. Y es que conjura de algún modo la profunda congoja que sentimos al contemplar ese mes de abril de 2019 las llamas devorando la cubierta de Notre-Dame de París. Muchos vimos en la ruina de esa gran catedral una metáfora de una venerable civilización, la de la Europa cristiana, que parece estar viviendo sus últimos estertores. Su resurrección nos brinda un pequeño hálito de esperanza. No todo está perdido.

La catedral gótica es, sin duda, el monumento que mejor transmite la serenidad y nobleza espiritual de la civilización cristiana medieval. No puede ser más cierta la sentencia de Jean-François Colfs, «¡Ay de aquellos que no admiran la arquitectura gótica, compadezcámosles como a unos desheredados del corazón!». De hecho, una catedral gótica es un libro mudo que habla al corazón, una auténtica biblia de piedra para el que sabe descifrar el oculto mensaje de salvación que contienen sus bajorrelieves, estatuas y vidrieras. Los artífices de las catedrales no las edificaron para perpetuar sus nombres. Sus obras no hablan a los sentidos ni glorifican la sensualidad. Las biblias de piedra góticas hablan al alma y al corazón.

Auténtica Ciudad de Dios dentro de la Ciudad de la Luz que fue, es y será París, la Catedral de Notre Dame era el núcleo intelectual, espiritual y moral de la capital de Francia, además de una apoteosis del arte gótico. Santuario inviolable para todos aquellos perseguidos por la justicia, también era el corazón caritativo de la ciudad, ya que era un auténtico refugio hospitalario para los enfermos pobres, que eran atendidos en una capilla situada cerca de la segunda puerta. Allí pasaban la noche y los médicos les atendían junto a la pila bautismal. Allí también se reunían los profesores de la Facultad de Medicina hasta que en 1454 tuvieron sede propia.

Al igual que sucede con tantas otras catedrales góticas europeas, los avatares de la historia de Notre Dame son en sí mismos un compendio de las luces y las sombras de la historia de Francia. Cuando en el año 1160 el obispo de París inició su construcción no podía imaginar que la última piedra del majestuoso edificio no se colocaría hasta el año 1345, tras doscientos años de trabajos.

Sin embargo, lo que tanto tardó en construirse fue condenado a la ruina en tan solo unos pocos años. En efecto, entre 1793, momento en que los jacobinos sustituyeron en solemne ceremonia la imagen de Nuestra Señora por una figura de la Diosa Razón, y el año 1844, cuando el Rey Luis Felipe ordenó su restauración movido por una campaña promovida por el gran Víctor Hugo, la Catedral languideció abandonada y en ruinas. Las masas revolucionarias decapitaron buena parte de las estatuas de la portada y el vandalismo se cebó con las obras de arte del interior del edificio. Olvidada y saqueada, llegó a ser convertida en almacén de comida durante la Revolución.

En la Notre Dame restaurada, en la celebración de vísperas de la Navidad del año 1886, el joven poeta Paul Claudel, por entonces ateo, al escuchar el Magnificat en ese incomparable marco, sintió como algo inefable le tocaba el corazón y decidió abrazar la fe católica.

Es esta la llamada en la tradición de la Iglesia via pulchritudinis (camino a la fe a través de la belleza). Las catedrales góticas, tan diferentes desde todo punto de vista a las modernas iglesias garaje, quizá son los últimos testigos mudos de una época incomprendida en la que, como dijera Dostoievski, la belleza aún salvaba el mundo. La segunda resurrección de Notre Dame que hoy celebramos nos permite abrigar la tímida esperanza de que quizá la belleza todavía pueda salvar al mundo en 2024.

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña es Catedrático de Historia Medieval en San Pablo CEU

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