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Idlib, el feudo islamista de mano dura y pragmatismo

Muchos, casi todos, son los interrogantes que ha abierto la nueva etapa abierta en Siria con la caída hace justo dos semanas de la dictadura del clan Asad y la llegada a Damasco, tras una fulgurante operación militar, de los neoyihadistas de Hayat Tahrir al Sham (Organización para la Liberación del Levante en español). El primero de todos es qué forma de gobierno serán capaces de implantar los paramilitares salafistas, quienes insisten en que el nuevo Estado -que sustituye al otrora secular y nacionalista construido en torno al Partido Baaz- será inclusivo y respetuoso con la diversidad etno-religiosa del país.

El mando provisional, encabezado por el antiguo miembro de Al Qaeda reconvertido en líder moderado Abú Mohamed al Golani, anunció esta semana un gobierno interino relativamente joven y moderado que no cuenta con una sola mujer. Al Golani aseguraba que su país no será Afganistán y ha insistido en los últimos años que su objetivo no es el califato como el que reinó en tierras de Siria e Irak entre 2014 y 2019 sino un nuevo Estado sirio.

Si ingentes son los retos políticos que tiene por delante un país de facto dividido en al menos dos grandes unidades administrativas, no menos importantes son las necesidades de gestión cotidiana. La primera de ellas la económica, pues Siria es un país castigado por una salvaje guerra civil de 13 años que ha obligado a siete millones de personas a desplazarse internamente y a otros seis a dejar el país en busca de refugio en alguno de los Estados vecinos. Naciones Unidas estima que el 90% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.

Si hay una zona del país que conoce a los rebeldes del HTS y a su líder Al Golani esa es la gobernación de Idlib, una demarcación de 6.000 kilómetros cuadrados y unos 3 millones de habitantes situada en el noroeste del país.

La zona -una de las más castigadas de Siria durante la guerra civil- fue escenario de cruentos enfrentamientos tanto entre distintas facciones yihadistas como entre las fuerzas del régimen de Bachar al Asad y los rebeldes salafistas -el Frente Nacional para la Liberación y el HTS- que se hicieron con el control de casi toda la provincia entre los años 2017 y 2018.

Desde entonces la organización liderada por Al Golani ha moderado sus postulados y alejándose de las ideas y praxis de Al Qaeda y el Frente Al Nusra, incluida la renuncia a las acciones terroristas suicidas. Ello no ha impedido que Estados Unidos la siga considerando organización terrorista.

A pesar de que en 2020 el régimen se había hecho con la mayor parte del territorio sirio gracias al auxilio ruso, los rebeldes yihadistas conservaron la provincia, desde la cual iniciaron su triunfante ofensiva relámpago a finales del pasado mes de noviembre.

Lo cierto es que los varios años de dominio de HTS sobre la gobernación no han sido un ejemplo de gobierno democrático y pluralista. La mano dura y el control férreo de la disidencia han sido la norma, aunque la población, como recogía un reciente reportaje de la BBC, admitía más libertad que en la Siria controlada por el régimen. En su haber, los yihadistas han dado muestra de eficacia y pragmatismo en la administración. La estabilidad ha sido otro de sus logros después de haber logrado expulsar a otras milicias yihadistas del territorio. Pese a que la milicia salafista retuvo el poder final de decisión, gobernó a través de una autoridad civil con 11 ministerios, según un reportaje de The New York Times.

Según el mismo medio, el autodenominado Gobierno de Salvación de Idlib -que, en otro guiño a las ambiciones nacionales renunció a la simbología yihadista para hacer ondear la bandera revolucionaria siria y permitir eslóganes igualmente revolucionarios- impuso tasas a cultivos, cruces fronterizos con Turquía, construcción, comercio, tiendas y artesanía. Las empresas vinculadas a la milicia de ideología salafista se beneficiaban del monopolio del suministro de combustible, electricidad, agua y recolección de basura.

El escenario tras la caída de la dictadura del clan Asad es fundamentalmente el mismo en Idlib. Los rebeldes han sido capaces de mantener el orden y los servicios públicos, desde el suministro eléctrico a internet pasando por el funcionamiento de las escuelas o la limpieza en las calles, sin aparentes dificultades.

Una de las mayores incógnitas es si las nuevas autoridades serán respetuosas con las minorías alauitas, cristianas y drusas. La población cristiana de la gobernación no llega a los 300 miembros repartidos por zonas rurales y en los últimos años el gobierno del HTS se tradujo en confiscaciones de tierras y restricciones en el culto para los miembros de la comunidad. Con todo, teniendo en cuenta que la realidad del resto de Siria es sensiblemente distinta, es difícil anticipar si las promesas de inclusividad de las nuevas autoridades nacionales se traducirán en hechos. Se estima que las distintas comunidades cristianas del país apenas constituyen el 2% de la población, cuando antes de la guerra, en 2011, ascendían al 10%. Los más optimistas, sin embargo, están convencidos de que no es lo mismo gobernar una demarcación como Idlib, homogénea étnicamente -población casi exclusivamente suní-, pobre, conservadora y aislada que hacerlo en el conjunto del territorio sirio, por lo que los yihadistas se verán obligados a diseñar una fórmula institucional en la que, de una forma u otra, el poder deberá estar compartido.

El tiempo dirá si la apuesta por la moderación y la renuncia al terrorismo de la organización comandada por Al Golani ha sido solo una estrategia para alcanzar el poder o si ello tendrá continuidad en la nueva fase de la historia de Siria apenas iniciada.

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