Tras las huellas de la Sagrada Familia... en Etiopía
La Sagrada Familia huyó a Etiopía. Eso dicen, al menos, con absoluto convencimiento los etíopes. Que huyeron de Palestina para ir a Egipto, pero que su huida de Herodes les llevó en un momento de su viaje a Etiopía; concretamente, a una diminuta península ubicada en el lago Tana. El lago Tana es especial porque aquí nace además el Nilo Azul (que unido en Sudán al Nilo Blanco, nacido en el lago Victoria, se transforma en el Nilo a secas) y orbitan en torno a sus aguas parduzcas decenas de leyendas de toda índole, incluyendo aquella que protagoniza la Sagrada Familia para jolgorio e ilusión de los piadosos etíopes ortodoxos.
La península juega a ser una isla rodeada por nenúfares, coloreados de un verde intenso arrebatado por las flores purpúreas, que deben atravesar las embarcaciones que traen consigo a creyentes y desesperados que buscan la iluminación divina que dicen que trae este pedazo de tierra. Un pequeño monasterio dedicado a San Cherqos sirve como representación física de este ansiado plano espiritual. Piadosos, monjes y laicos que buscan en el monasterio un espacio de retiro espiritual que se basa en las comidas ligeras, los silencios y las horas de meditación; desesperados, enajenados mentales vestidos con harapos que balbucean en lugar de hablar y que arrastran los huesos bajo los ropajes de los monjes que los acogen. Pecadores y virtuosos gravitan en torno al lugar donde cuenta la tradición que vivió durante tres meses la Sagrada Familia.
Pequeños detalles del lugar sirven como pruebas, aparentemente indiscutibles, de lo que allí aconteció. Subiendo una gran roca que domina la península, el monje que acompaña al visitante señala lo que parece la huella de un burro y dice con absoluta seriedad: “Hasta aquí subió el burro que llevaba a María”. Una mente escéptica puede observar la superficie de la roca y pensar que, más que un burro, la bestia que subió sería una cabra, y puede incluso expresarlo en voz alta. El monje contestará cortante que “la Sagrada Familia no iba montada en una cabra”.
Hay otros detalles en esa roca. Lo que parece la huella de un niño, que los lugareños juran y perjuran que se trata de la huella de Dios. Una grieta irregular con la forma del mapa de Etiopía parece la prueba definitiva de que este no es un lugar cualquiera. Cientos de etíopes acuden a esta esquina de la Tierra todos los años en busca de señales milagrosas, tan ciertas como que pueden tocarse; si pueden tocarse, serán ciertas, y si son ciertas no existen razones para dudar del resto de la historia. Puede verse. Se puede tocar. La rodea una capa protectora de nenúfares. En la península puede encontrarse además un pequeño habitáculo de piedra que llaman “museo” y donde se encuentran cubiertos de polvo los regalos que dieron los hombres poderosos a los monjes de San Cherqos durante sus visitas a lo largo de los últimos siglos.
Los monjes los amontonan aquí con desinterés. Un somier que regaló un rey que nadie recuerda se retuerce en una esquina porque los monjes no usan somier. Lujos que se deshacen ante la divina indiferencia de los monjes. Sólo guardan con cierto grado de entusiasmo un telar con escenas cosidas de las vidas de diversos santos y que datan en dos siglos aproximadamente, pero que se mantiene limpia y que brilla en ese mar de polvo material. En dos vitrinas colocadas junto a otra pared se encuentra la biblioteca. Decenas de libros con textos dibujados en ge’ez, la lengua de la liturgia ortodoxa etíope, un idioma milenario que ha conseguido moldear una de las culturas más ricas y poderosas de África. Aquí vienen representadas las aventuras y desventuras de San Jorge, la Virgen María y otra docena de santos, como textos apócrifos que han adquirido por medio de la fe la categoría de lo sagrado.
A quien visita el monasterio se le ofrece pan y enyira (una torta tradicional etíope) para que se lleve de regreso a casa. Es alimento igual que consuelo, de manera que el monasterio cumple con todas sus funciones: acoge, reconforta, alimenta. Es de suponer que la Sagrada Familia escapó de Herodes y necesitó ser acogida, reconfortada, alimentada. Es una tradición milenaria. Algunas lenguas incluso indican, para más inri, valga la redundancia, que es en este monasterio donde se encuentra el Arca de la Alianza (la tradición etíope también señala que podría encontrarse en Lalibela o en Axum), aunque celosamente guardada por los monjes que no se la muestran a nadie.
Ya lo saben. La Sagrada Familia vivió tres meses en Etiopía. Que sea verdad o no, eso no importa, porque lo realmente formidable sería el cúmulo de bondades que esta creencia ha fabricado en la diminuta península del lago Tana. La bondad de los monjes no existiría sin esta leyenda. Los desesperados no encontrarían cobijo aquí. El pan no se repartiría como se reparte. Cuando alguien les diga que la religión es el opio del pueblo y demás estulticias copiadas de Marx, recuérdenle el monasterio de San Cherqos y el refugio que podría encontrar allí, incluso siendo un idiota. No importa que crea o no. Importa que esté dispuesto a recibir un amor que, como todos los amores milenarios, se sostiene sobre algo mucho más grande que un frágil individuo y sus ideas de salón.