La Generación Z de Asia planta cara al alcohol
Durante buena parte del siglo XX, el alcohol funcionó como andamiaje de la vida cotidiana. Acompañaba celebraciones, amortiguaba tensiones, rellenaba silencios y ofrecía una vía rápida de evasión. Su presencia no se cuestionaba, formaba parte del paisaje emocional y social. Hoy, sin embargo, ese marco empieza a mostrar fisuras. No se trata de una cruzada moral ni de un repliegue estridente, sino de un desplazamiento discreto y sostenido. De manera inesperada, son los más jóvenes quienes están retirando ese soporte. La Generación Z está redefiniendo prioridades y con ello, diluye lo que durante décadas fue una resaca cultural normalizada.
En el contexto asiático, este cambio adquiere una profundidad particular. Beber no fue solo un hábito, sino un mecanismo social estructural. En países como Japón o Corea del Sur, el consumo de alcohol se integró en la ética del trabajo, consolidaba jerarquías, reforzaba lealtades y facilitaba la cohesión grupal. En China y en buena parte del sudeste asiático, la copa simbolizó durante años modernización, movilidad urbana y pertenencia a un mundo globalizado. Renunciar a ese gesto es más que modificar una rutina; supone cuestionar una narrativa colectiva largamente establecida.
Las estadísticas confirman el viraje, aunque no alcanzan a explicarlo por completo. Los jóvenes asiáticos consumen menos cerveza y vino que las generaciones anteriores y muestran una rápida adopción de alternativas sin graduación o con contenido alcohólico reducido. Esta tendencia, detectada inicialmente en Norteamérica a comienzos del siglo XXI, se ha consolidado como fenómeno global. En Asia, sin embargo, actúa como un laboratorio psicológico especialmente revelador. Lo significativo no es el descenso puntual, sino su estabilidad en el tiempo. Analistas del comportamiento coinciden en que no se trata de una oscilación coyuntural, sino de un reajuste profundo en la relación con el placer y el autocuidado.
La clave está en el modo en que esta generación procesa la información. Quienes hoy rondan la veintena han crecido expuestos a datos médicos, evidencia científica y divulgación psicológica accesible de forma inmediata. Conocen la asociación entre alcohol y múltiples patologías, desde enfermedades hepáticas hasta distintos tipos de cáncer. Durante décadas, ese vínculo permaneció diluido en el imaginario colectivo. La normalización cultural eclipsó el riesgo. Sin embargo, esa zona ciega se está cerrando con rapidez entre jóvenes acostumbrados a contrastar fuentes antes de incorporar prácticas a su vida diaria.
A este factor cognitivo se suma un cambio cultural decisivo: la salud mental ha dejado de ser un asunto innombrable. En numerosas sociedades la ansiedad, la depresión o el agotamiento emocional se relegaron históricamente al ámbito privado. Hoy, especialmente en entornos urbanos, ese silencio empieza a romperse. La pandemia actuó como catalizador. La interrupción forzada de la rutina permitió observar efectos, evaluar costes y revisar estrategias de afrontamiento. Para muchos, el alcohol perdió su condición de refugio y pasó a ser como un elemento disruptivo que altera el sueño, amplifica la inquietud y reduce la energía psicológica.De esta convergencia surge lo que algunos psicólogos denominan «curiosidad sobria». No implica abstinencia definitiva ni un discurso normativo. Es un proceso experimental: pausar el consumo, reducirlo, alternarlo, observar las propias respuestas. Decidir desde la intención en lugar de la inercia. Este enfoque conecta con una competencia característica de esta generación: la capacidad de reflexionar sobre los propios comportamientos y ajustarlos con conciencia.
Las redes sociales han desempeñado un papel amplificador en Asia. Plataformas como Instagram, TikTok funcionan como espacios de validación simbólica. Relatos de semanas o meses sin beber, mejoras en la concentración o mayor estabilidad emocional circulan sin dramatismo ni épica. No se presentan como renuncia, sino como optimización. En contextos donde la presión grupal fue históricamente determinante, este desplazamiento resulta crucial, y no beber deja de ser una anomalía.
Existe además un componente especialmente relevante desde la psicología cultural: la gestión de la imagen. En sociedades altamente competitivas, con normas estrictas y una huella digital permanente, la pérdida de control tiene consecuencias tangibles. Mantener claridad mental se convierte así en una forma de autoprotección. La sobriedad no solo se asocia al bienestar, sino también a la eficacia, la reputación y la estabilidad identitaria.El mercado ha sabido leer este cambio con rapidez. Grandes empresas de bebidas en Asia invierten en productos sin alcohol o de baja graduación. Emergen espacios de ocio sobrio, comercios especializados y propuestas centradas en el bienestar físico y creativo. No hay idealismo, sino adaptación a una demanda emergente. Reducir este fenómeno a una moda importada sería una simplificación. En el contexto asiático, beber menos no es un gesto contracultural explícito, sino una redefinición prudente del disfrute, del éxito y del vínculo social.