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El peine, ¿utensilio de belleza o de tortura?

Cerca de la Plaza Mayor de Madrid, concretamente en la calle Marqués Viudo de Pontejos, antes calle El Vicario Viejo, existe un curioso edificio, la Posada del Peine, uno de los hoteles más antiguos de Madrid. Abierto en 1610 cuando era una ciudad de paso, alojaba a sus huéspedes en diferentes habitaciones en las que había un denominador común: un peine atado con una cuerda para evitar los robos. Su tamaño y versatilidad hace que este objeto haya sido uno de los utensilios de belleza frecuentes desde la Prehistoria. De asta, marfil de elefante, incluso de colmillos de mamut, los peines son los objetos más frecuentes en todos los periodos históricos. En España se encontraron los restos de uno de madera en un contexto funerario del poblado calcolítico de los Millares en Almería del III milenio a.C., y formaba parte del ajuar funerario. Los ejemplos en el mundo mediterráneo, por acotar el espacio, son múltiples. En noviembre de 2022 arqueólogos de la Universidad Hebrea de Jerusalén encontraron un peine marfil en el yacimiento de Tel Lachish de 1700 a.C. con un epígrafe que permite datar el uso en el Cananeo de objetos cotidianos y que nos remite su función: «Que este colmillo (marfil) acabe con los piojos del cabello y la barba».

Los piojos, un problema universal

El problema de los piojos fue universal en el mundo antiguo, y también en Egipto se usaban los peines con púas muy juntas para el cuidado de cabellos naturales o de las pelucas; solían ser de marfil o madera, y algunos eran dobles, es decir, servían para desenredar y peinar. Varios no tenían decoración y otros eran decorados con formas geométricas, zoomorfas y antropomorfas, con diseños de aves, asnos, serpientes, rinocerontes. Existieron también peines con púas simuladas que se llevaban colgadas y que podrían ser asociados a rascadores para infecciones de la piel. En Grecia se abusó de su utilización, ya que se usaba hasta antes de una batalla, como recoge Herodoto, y es que el espía del rey persa en víspera de la batalla de las Termópilas sorprendió a los soldados peinándose. Pero también los dioses tenían peines, a veces de oro, como los de Palas Atenea en el templo de Argos en el Peloponeso.

En época romana tantos hombres y mujeres los usaban de pequeño tamaño que podían llevarse en un bolsillo, porque la cabeza despeinada era signo de miseria o de duelo, por lo que era un objeto cotidiano, no sólo en los hogares donde las matronas pasaban largo tiempo acicalándose, sino también en las barberías, a las que los hombres acudían con regularidad. Existían peines de diferente precio, los más caros, como cuenta Carcopino en su «Historia de la vida cotidiana en Roma», no superaban los 14 denarios. Solían ir grabado con símbolos o motivos que aludían a sus propietarios, pudiendo así identificarse los peines de las comunidades cristianas, que siempre llevaban palomas, peces o ramas de olivo. En el periodo medieval se siguieron utilizando para las funciones clásicas, los piojos y la belleza. En los castros hispano-visigodos como el de la Ventosa en Cacabelos (León) se encontró un peine fabricado en hueso, lo que permite su conservación y como los peines vikingos, entre quienes su uso fue asimismo frecuente. La utilización continuada del peine por estos pueblos desmiente su imagen de hombres feroces, sucios y malolientes. Los peines vikingos solían fabricarse con astas de ciervo rojo, pero también estaban hechos de huesos de otros animales menos resistentes o de madera, encontrados frecuentemente en contextos funerarios. Los peines de las tumbas masculinas se suelen hallar en pequeños estuches que colgaban del cinturón y, en el caso de las mujeres, atados en los broches de los vestidos. Más raros son los peines de madera de Pamplona que aparecen durante los trabajos arqueológicos realizados en el Palacio del Condestable y datados entre los siglos XII y XIII. Aquellas piezas se preservaron por estar sumergidas en el agua y no haberse modificado sus condiciones durante 700 años.

También de época medieval son los litúrgicos, que formaban parte de esos ajuares litúrgico con cálices, patenas, incensarios, relicarios, vinajeras, ostensorios, custodias y cetros báculos. Los peines simbolizaban la limpieza, la purificación y la ausencia de lujuria, y el diácono cepillaba el cabello del oficiante como símbolo de la limpieza de su alma. En ocasiones se encontraron con sus propietarios, como los peines de San Rosendo, fundador del monasterio de Celanova y figura política de importancia en la Galicia del siglo X, durante su exhumación en el XVII y custodiados en el Museo de la Catedral de Orense.

Pero no siempre los tuvieron estas funciones tan amables, también fue un instrumento utilizado por el santo Oficio; así, era un palo de madera con una serie de tablones de madera y metal afilado a modo de peines verticales, sobre el que el acusado se sentaba soportando ese peso adicional hasta la confesión. Si bien estos métodos de tortura fueron usados por la justicia civil y eclesiástica, la Inquisición española los utilizó mayoritariamente con carácter disuasorio. Del uso de estos instrumentos nada agradables surgió la expresión «te vas a enterar de lo que vale un peine», una frase en la memoria colectiva sobre algo que el fin de aquellos tiempos se llevó.

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