"Altsasu": La política, la censura y el teatro ★★★★☆
Autora y directora: María Goricelaya. Intérpretes: Aitor Borobia, Nagore González, Ane Pikaza y Egoitz Sánchez. Teatro de la Abadía, Madrid. Hasta el 28 de enero.
En la esfera social y política surgen a veces algunas polémicas derivadas de la expresión artística que, a estas alturas de la vida, cuesta un poquito entenderlas. Hablo, con la precisión de la que soy capaz, y lo repito si hace falta, de “polémicas en la esfera social y política”, y no de las posibles disensiones éticas o estéticas del público con respecto a una obra, las cuales son prácticamente consustanciales a toda manifestación artística, salvo que sesguemos el muestreo de ese público y hagamos, en lo que se refiere a las artes escénicas en concreto, un teatro de convencidos para convencidos. Un tipo de teatro este, dicho sea de paso, que se está extendiendo bastante por desgracia en los últimos tiempos: es habitual hoy ver por allá y acullá encendidos panfletos con apariencia teatral –tan simplistas y huecos en verdad como todos los panfletos– que se venden como exitosas propuestas porque han recibido un aplauso unánime durante dos días, a lo sumo, en alguna sala con aforo para 90 o 100 personas como máximo, todas ellas cortadas por el mismo patrón social, económico e ideológico. Como me dijo un amigo actor después de ver, hace poco, uno de estos sermones insoportables en una de esas salas de Madrid: “A estos los querría ver yo haciendo su teatrito por provincias, a ver cuántos espectadores iban y cuántos terminaban en su butaca hasta el final”.
Menos entendibles son esas polémicas a las que me estoy refiriendo cuando quienes dicen sentirse agraviados por el hecho artístico que es objeto de ellas tratan de resolver el asunto recurriendo a la censura. Y vemos perplejos cómo esta solución la defienden no solo los políticos arteros que quieren controlar la creación y la programación cultural en beneficio de sus intereses proselitistas, sino también, incomprensiblemente, algunos espectadores que ‘pasaban por allí’. Independientemente de la ideología que tenga cada uno, si limitásemos la libertad de expresión de un artista porque nos molesta lo que hace o lo que dice, estaríamos legitimando al poder político para que pueda, con los mismos argumentos, limitar nuestra libertad para disentir como público de su gestión y su programación. Es decir: también los responsables culturales podrían sentirse molestos por nuestro irrespetuoso pataleo como espectadores y estarían en disposición, por tanto, de evitar que se produzca. Esto quiere decir que la ‘libertad de expresión del artista’ no es sino la ‘libertad de expresión’, sin más, independientemente de dónde y cómo se pueda materializar; y que no se puede abogar por cercenar la libertad de creación al tiempo que exigimos, como no podía ser de otra manera en democracia, libertad para valorar positiva o negativamente esa creación y libertad para refrendar o echar, con nuestro voto, al político o gestor cultural que la ha programado. Todo lo demás sería, desde el punto de vista argumentativo, no tomarse en serio la democracia y, desde el punto de vista cultural, querer que se extienda más todavía ese teatro de ‘convencidos para convencidos’ al que me he referido antes; un teatro de demagogos para medrosos y de oligarcas para adoctrinados.
Pero este no es, por fortuna, el teatro que se ha venido cultivando en La Abadía desde que existe. Al margen de quién haya sido en cada etapa su director, y de qué partidos y personas hayan estado al frente de las distintas administraciones que garantizan –especialmente la autonómica- la continuidad y solvencia de este importante centro de creación y exhibición de Madrid, creo honestamente que La Abadía se ha regido siempre por unos criterios de programación y producción puramente teatrales; unos criterios que no atienden, por tanto, al alegato y la soflama ideológica, sino a la estimulación del pensamiento crítico con voluntad de estilo, que es en definitiva lo que buscan todas las artes discursivas –esto es, todas la que se sirven de la literatura y la lógica– que de verdad lo son. Otra cosa es que, a lo largo del tiempo, unas propuestas nos hayan parecido más acertadas que otras en esa búsqueda, que algunos directores-programadores nos hayan convencido más que otros en sus líneas de actuación, y que, incluso, la propia institución nos parezca, por la particularidad de su naturaleza público-privada, digna de ser imitada o, por el contrario, revisada en estos tiempos que corren (reflexión esta que ya planteé hace tiempo en estas mismas páginas de LA RAZÓN).
Sea como fuere, de lo que no hay duda es de que Altsasu, la obra que nos ocupa en este caso concreto, pertenece a ese grupo de propuestas, propias de un teatro señero como La Abadía, que son intelectual y teatralmente ricas, complejas y que ofrecen sobre nuestra realidad, insisto, una mirada crítica y profunda plasmada por sus creadores con innegable talento artístico. Una mirada que unos compartirán más que otros; pero en la cual se advierte de manera inequívoca una voluntad conciliadora, comprensiva y empática, radicalmente alejada, por más que algunos se empeñen en decir lo contrario, del ataque a la dignidad de nadie. Resulta por tanto disparatado y fuera de lugar, incluso en la mente más intolerante, pedir, como se está haciendo, las cabezas del director de La Abadía y del consejero de cultura de la Comunidad de Madrid por no haber ejercido la política de cancelación y censura que ellos parecen defender. Y ahora vamos con la obra en cuestión.
Como todo el mundo sabrá ya a estas alturas, el argumento de Altsasu gira en torno a un caso judicial que lleva el mismo nombre del municipio vasco por el que se condenó a un grupo de jóvenes tras propinar una paliza en 2016, a la salida de un bar, a dos agentes de la Guardia Civil que estaban fuera de servicio y a sus parejas. La propia directora escénica, María Goiricelaya, firma una dramaturgia que se construye a partir de las transcripciones de los testimonios durante el proceso y de algunas otras informaciones aparecidas en prensa y relacionadas igualmente con el sumario. Se trata, por lo tanto, de una función de teatro documento que quiere poner el ojo, única y exclusivamente, en la desproporción de las penas que se pidieron –superiores en algunos casos a las de conocidos y mediáticos asesinos– una vez que los acusados, después de haberse politizado tanto el caso, pasaron a ser juzgados por el delito de terrorismo.
Sacando a colación las contradicciones en algunas declaraciones, la controvertida desestimación de ciertas pruebas y la dificultad para identificar debidamente a todos los culpables, Goiricelaya va recreando las vidas de los encausados y de las víctimas de la agresión en su entorno más próximo poco antes, durante y poco después del juicio. Y lo hace con astucia artística para evidenciar cómo aquellos fatídicos hechos, deplorables y propios de otros tiempos más oscuros en Euskadi, trastocaron para siempre las vidas de unos y otros.
Buscando la equidistancia en su relato, la directora muestra de manera eficaz cómo la intolerancia, la cerrazón y la violencia pueden arruinar para siempre las ilusiones vitales que compartiría en verdad cualquier joven, pertenezca al mundo que pertenezca. Bien es verdad que esa equidistancia no se logra siempre. Sobra, por ejemplo, al comienzo de la función, la llamada telefónica al bar de un grupo de exaltados franquistas, que, en cierto modo, sirve para victimizar también, de manera un poco tramposilla, el entorno de los agresores. Por otro lado, hay una cierta descompensación en las réplicas a los testimonios que provienen de un lado y de otro, si bien todos estás plasmados con notable agudeza dramatúrgica: en muchas ocasiones, los puntos de vista de los guardias civiles y los testigos de la acusación se ven contrarrestados por otras consideraciones opuestas e igualmente admisibles; pero eso no ocurre tanto cuando son los acusados quienes han de exponer en primer lugar los hechos y aportar su visión del asunto. Y es evidente que esas réplicas y cuestionamientos a sus declaraciones debieron abundar también en el juicio, ya que, si no, difícilmente podrían haber sido condenados conforme a derecho.
En cualquier caso, la función no está escamoteando por ninguna parte la indubitable condición de víctimas de los agentes que recibieron la paliza, ni mucho menos está blanqueando el terrorismo. “ETA ya no dispara, pero te sigue matando”, se afirma de manera contundente y reveladora en un determinado momento.
En cuanto a los aspectos formales, la obra está dirigida, lisa y llanamente, de manera prodigiosa, con un estilo que recuerda mucho al de Miguel del Arco en Jauría. La amalgama de materiales documentales, personas, lugares, situaciones y planos temporales de los que ha tenido que partir Goiricelaya ha sido depurada y modelada con destreza para que la historia fluya a ritmo vertiginoso una diáfana narratividad que permite seguir los acontecimientos sin perderse y sin pestañear. Y ese sentido del ritmo y de la claridad expositiva lo ha conseguido, curiosamente, desnudando el espacio y apostando por el juego puramente teatral. Con tan solo seis taburetes y cuatros actores (Aitor Borobia, Nagore González, Ane Pikaza y Egoitz Sánchez) en continuo movimiento, apoyada de manera inteligente en una iluminación y una ambientación sonora estupendas (que firman respectivamente David AlKorta e Ibon Aguirre), la directora ha ido componiendo cada una de las escenas haciendo que los intérpretes -en un trabajo muy coral y generoso al servicio del conjunto- puedan entrar y salir rápidamente en los distintos personajes según lo pida la acción, renunciando así a la identificación de cada uno de ellos con un rol determinado.
Como suele ocurrir en tantas ocasiones, el interés de algunos por cancelar el espectáculo no ha conseguido otra cosa que no sea despertar el interés de otros muchos por verlo, es decir, por ejercer su libertad para valorarlo. Antes del estreno ya se habían vendido todas las entradas para todas las representaciones; parece, pues, que la sociedad, en general, no está por la labor de secundar políticas de censura. Menos mal.
- Lo mejor: El complicadísimo e inteligente planteamiento de dirección para teatralizar la historia y despertar interés al contarla.
- Lo peor: Hubiera sido conveniente diferenciar mejor entre los acusados, presentados casi a modo de colectivo, en virtud de su grado particular de participación en los hechos.