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La extraña historia del pene de Napoleón: de Santa Elena al Museo de Arte Francés de Nueva York

Las fiestas de John Lattimer en su mansión de New Jersey eran fastuosas. En la entrada recibía a los invitados una armadura medieval. No se trataba de una imitación hecha en Detroit, una de esas destinadas a decorar restaurantes familiares de carretera, sino una pieza auténtica. Lattimer no era un corriente coleccionista de objetos históricos. En su afán recopilatorio había algo escatológico, un gusto por lo macabro y sucio. Disfrutaba exhibiendo piezas que repugnaban a la buena gente de [[LINK:TAG|||tag|||63361bd5ecd56e3616932942|||Manhattan]]. Sabía que su casa causaba morbo, esa atracción insana por lo turbio y prohibido. Por eso sus reuniones se llenaban de personas a las que enseñaba alguna de sus treinta habitaciones llenas de cachivaches de guerra.

La mayoría se sentía afortunada viendo armas y uniformes. Esa tropa no le interesaba a Lattimer. En cuanto detectaba a los más fácilmente impresionables los despedía con amabilidad. Enseñar sus tesoros era un reto. Quería dejar boquiabiertos a los duros de pelar, a esos que fanfarronean con haberlo visto todo. Quedaron cuatro personas. Eran conocidos de otras reuniones. Tipos de mundo. O eso creían. «Bueno, Lattimer, ya nos hemos quedado solos», dijo uno. «¿Qué nos vas a enseñar hoy?», preguntó otro. En una ocasión les mostró lo que trajo de su paso por Núremberg en 1945 y 1946, cuando fue médico de los aliados durante los juicios a los nazis. Lattimer era habilidoso para sustraer objetos a los que nadie prestaba atención. En una carpeta introdujo unos dibujos de Hitler, que tampoco eran gran cosa salvo por la firma. Otra vez distrajo un anillo de la Luftwaffe; curioso, pero sin alma. La pieza estrella era el calzoncillo usado por Hermann Göring el día de su suicidio y las cápsulas de cianuro. Aquello daba asco, y no impresionaba tanto como la visión del cuello de camisa manchado de sangre que Lincoln vestía el día de su asesinato. La colección impactaba, pero requería cierta credulidad.

«Hoy os traigo algo distinto», dijo Lattimer con un tono de feriante. «Tengo el pene de Napoleón», soltó. «¡¡Venga ya!! -gritó uno-. Ahí te has pasado, querido amigo. Eso es imposible». El anfitrión esperaba esa reacción, por eso tenía preparada una buena historia de venganza y codicia. Era su gran momento. No por capricho había soltado 3.000 dólares en la subasta. Contó que el capellán de Santa Helena, Ange Paul Vignali, odiaba a [[LINK:TAG|||tag|||634c690459a61a391e0a1e71|||Napoleón]]. El corso se reía de él. Le llamaba eunuco e impotente. El día de la muerte del Emperador, Vignali, como desquite, ordenó al médico Antommarchi, que hizo la autopsia, que le cortara el pene. La reliquia urinaria estuvo en la familia Vignali hasta 1916, cuando fue vendida a los anticuarios de Maggs Bros en Londres. La colocaron en un joyero de Cartier y ahí se quedó. Luego, Rosenbach, el gran coleccionista de libros raros, compró el pene napoleónico en 1924, y no lo soltó durante dos décadas.

El hombre que intentó dominar Europa

Lattimer hizo una pausa, la típica antes de soltar un quiebro inesperado en su historia. «Alguno se rió de Rosenbach por una compra tan rara, y éste, ofendido, tuvo una idea. Habló con un amigo y expuso el miembro del corso en el Museo de Arte francés de [[LINK:TAG|||tag|||633612f6ecd56e3616931ace|||Nueva York]] en 1927», contó el anfitrión. La gente hacía largas colas para ver el pene del hombre que intentó dominar Europa, del personaje de las mil conquistas femeninas. «¿Lo robaste del museo, Lattimer?», preguntó un amigo que conocía las andanzas del médico. «No, hombre, no. Rosenbach vendió el pene de Napoleón después de 1945. Durante más de treinta años pasó por varias manos…», explicó. Uno inició una risa, pero Lattimer le detuvo. «Espera, espera. Lo compré en 1977 por unos miles de dólares», concluyó mirando a sus amigos para examinar su reacción. «Lógico, Lattimer, eres urólogo», bromeó el risueño con éxito de la concurrencia. «Venga, que os lo voy a enseñar», dijo finalmente el coleccionista. Atravesaron un pasillo oscuro con cuadros de gente seria que observaba el paso de la comitiva. «¿No se nos aparecerá Napoleón diciendo que no le toquemos los…?», y rompieron todos a reír. Llegaron a una puerta cerrada. Lattimer introdujo la llave y todos pasaron. Allí, en el centro de la sala, había un expositor con una caja abierta. «Voilà», dijo. Al acercarse vieron una tira diminuta, fina como el cordón de un zapato viejo, tiesa, apergaminada. Se hizo el silencio por la decepción. ¿Aquello tan diminuto era la Grandeur de la France? Lattimer vio peligrar su éxito. Ese pene medía 4 centímetros, dijo. En erección no alcanzaba los 7. La imagen no mejoró el asunto. «Se dice que Napoleón tuvo una enfermedad glandular que redujo su miembro», explicó viendo el escepticismo. «Creo que te la han metido doblada, querido Lattimer», concluyó el cuñado del grupo.

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