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"La quimera": Alice Rohrwacher dialoga con el arte de los muertos en esta fábula milagrosa

Ocurre algo particularmente hechizante con el lenguaje cinematográfico propuesto por una directora tan subrayada y personalísima como Alice Rohrwacher y es que en sus películas, tiene una siempre la excitante sensación de estar cayendo de manera prolongada en un agujero infinito sin delimitación temporal que, lejos de resultar claustrofóbico, proyecta sensación de trayecto placentero, de introducción gozosa en el misterio de lo desconocido. Sucedía en su anterior cinta, "Lazzaro feliz", ese cuento de hadas sobre la desigualdad rebosante de bondad narrativa y formal y vuelve a pasar ahora en su último y bellísimo trabajo "La quimera".

En esta ocasión, el rescate de la interesante figura de los "tombaroli", conocidos por su condición de expoliadores de tumbas antiguas etruscas que nacieron como concepto y de manera particular en las zonas italianas del Lacio y la Toscana durante el siglo XIX, le sirve a la directora, con quien nos reunimos en el cálido Hotel Pulitzer de Barcelona durante su paso por el D’A Festival -escenario en el que también recibió un premio por una trayectoria sobresaliente "profundamente marcada por los orígenes, historia y fuerza atávica de la Toscana"-, para vertebrar un canal poético e insondable entre el arte conservado de los muertos y la nostalgia ansiosa de los vivos.

"Es curioso, porque el fenómeno de los ‘‘tombaroli’’ es algo en lo que no se piensa durante miles de años, está claro que la gente sabía que existían esos tesoros, restos ocultos bajo tierra, pero no se tocaban porque estaban contaminados por la muerte. Ya en Roma mandaban a los esclavos a recuperar estos objetos en momentos de necesidad, pero llega un punto en el que esa percepción de lo prohibido cambia y se asume que esa ‘‘contaminación es mentira’’. Sólo existe una realidad: el dinero y la forma de conseguirlo", nos indica la realizadora antes de matizar la conversión que tuvieron estos ladrones en los 80, cuando "terminaron convirtiéndose en los hijos sanos de un sistema enfermo". Había una fuerte atracción hacia una figura que en la película encuentra su representación más enigmática en el errático Josh O’Connor, un "tombarolo" cuyo espíritu permanece preso al recuerdo de un difunto amor que duerme debajo del limbo onírico de la tierra. Igual que los muertos. Parecido a los vivos.

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