Medio siglo del Bayern - Atlético de Madrid, una final entre Bruselas y el Sáhara
«Cuando meten el gol yo estaba subido en una barandilla y me dejé caer contra la gente. No llegué al suelo porque estaba hasta arriba el estadio». Schwarzenbeck marcó en el último minuto de la prórroga el gol que impediría al Atlético de Madrid ser campeón de Europa en su primera final. El Bayern ganó en el desempate 4-0, pero eso no borra el buen recuerdo de aquellos días para Gregorio Peláez, Goyo. Aquel viaje a Bruselas era para él su primera salida a Europa. Tenía entonces ya tres hijos y un restaurante, el Ketutín, que sin necesidad de estrellas Michelin fue uno de los mejores de Madrid durante más de 50 años.
Goyo, que había llegado a la capital con 13 años, se hizo del Atlético porque unos de su pueblo, Villanueva de los Caballeros, en la provincia de Valladolid, cogían el autobús cerca de su trabajo en el mítico Revuelta, donde el bacalao es religión, para ir al Metropolitano original. Y aquel mes de mayo de 1974 viajó a Bruselas con la ilusión de ver a su Atlético ganar la Copa de Europa el día de San Isidro, un miércoles como hoy, pero de hace 50 años.
Iba con tres amigos más en un R-12 recién comprado. «3.700 kilómetros tenía. Amarillo con la capota negra. Estaba cojonudo», dice.
«Salimos un domingo y volvimos al otro domingo», cuenta Goyo. Con el equipaje cargado de esperanza y de todo lo necesario para no pasar hambre. El viaje no era cómodo. La primera parada era un hostal en Rentería. Y el lunes, por la mañana temprano, había que seguir el viaje. «A las 6 y media de la mañana nos levantamos, empecé a llamar a las puertas. ¿Dónde vamos? Cuanto antes lleguemos, mejor. Llegamos a la frontera y estaba cerrada», cuenta riendo. «Y una vez que pasamos la frontera cuando nos quedaban 300 o 400 para París paramos a almorzar. Llevábamos tres tortillas de patata, filetes empanados, vino, coñac, anís. Para ir comiendo», explica.
Ninguno de los cuatro sabía francés ni inglés, pero eso no impidió que fueran al cine a ver una película de esas que no se podían ver en España todavía. «Vimos El último tango en París y estuvimos dando una vuelta por Pigalle», recuerda.
Hasta el mismo miércoles no llegaron a Bruselas, donde les esperaba Carlos Peña, el que sigue siendo delegado de campo del Atlético, para darles las entradas en el hotel Metropol.
Mientras Goyo llegaba a la capital belga, Enrique Gozalo se preparaba para escuchar el partido por la radio. Kike, que durante veinte años fue jefe de sección de Deportes de La Razón, aún no había comenzado a ejercer el periodismo y era soldado de reemplazo en El Sáhara. No había querido ir a las milicias universitarias. «Seguro que me toca en Colmenar, como a mi hermano», pensó. Y cuando llegó el sorteo para la mili vio que el destino era el número 1. «¿Dónde está el número 1? En El Aaiún. Aparecimos en el Sáhara el 20 de julio del 73. La mili eran 15 meses, yo estuve de julio del 73 a septiembre del 74. 13 meses y 20 días porque no cogí vacaciones para venirme antes», recuerda.
Kike, que después se ocuparía de la información del Atlético durante muchos años, ya tenía algo de cariño por el equipo rojiblanco. Su padre, Arsenio, un segoviano emigrado a Madrid y después a La Coruña, donde nació él, se hizo socio del Atlético en el año 35. «Yo creo que mi madre también fue socia», dice.
En la mili, de El Aaiún lo mandaron a la compañía de transmisiones de Smara, que tenía un destacamento en Mahbes. «Estaba en la frontera pegado a Mauritania, un sitio que ahora está todo minado. Allí no había despliegue militar, si atacaban no iban a defenderte. Era una base de tropas nómadas, estábamos nosotros y la policía territorial en su cuartel. No había televisión y escuchábamos los partidos por Radio Nacional. Tampoco había transistores, pero como estábamos en transmisiones buscábamos la frecuencia y a través de la emisora de radio escuchábamos los partidos», cuenta. «También hablaba con algún amigo de Madrid, que nos habíamos dado la frecuencia, y nos contábamos». A Mahbes no llegaban los periódicos, pero a través de esa frecuencia se enteró, por ejemplo, de que había triunfado la Revolución de los Claveles en Portugal.
Por la radio iba escuchando las jornadas de Liga y la participación del Atlético en la Copa de Europa. Hasta que llegó ese día de San Isidro en el que Luis pareció acercar el trofeo a las vitrinas del Atlético que Schwarzenbeck le quitó..
Kike lo vivió con menos pasión que Goyo, que todavía tenía cosas que hacer en Bruselas. La idea era volverse después del partido, pero ya se quedaron a ver el desempate. Menos uno. «Era quiosquero y se tenía que volver a abrir el quiosco». Cuando fueron al aeropuerto se encontraron con un hombre que les ofreció su pasaje porque también quería ver el segundo partido. Goyo y los otros dos, que no tenían hotel en Bruselas, se fueron a Ámsterdam. «Nos quedamos a dormir en un hotel antes de llegar. No teníamos habitación ni nada, pero nos metimos y dormimos en unos butacones en un rincón», cuenta. Camino de Ámsterdam pararon a almorzar en una autopista. «No se podía parar y vinieron los guardias. No les entendíamos nada, pero les ofrecimos la bota de vino».
Después de ver escaparates y alguna cosa más, otra vez a Bruselas por la noche, porque el desempate se jugaba el viernes. Encontraron un lugar y antes del partido había que buscar las entradas y algo de comer. «Nos comimos un par de huevos fritos con mantequilla que me supieron a gloria», dice. Y al recoger las entradas conoció a algunos de esos periodistas que después llenaron las mesas de su restaurante. Entre ellos a uno del que prefiere no decir el nombre porque siempre se le asoció al mal fario.
Goyo se preparaba para una derrota segura en las gradas del estadio Heysel. «Sabía que íbamos a perder, porque nos faltaban tres o cuatro jugadores», admite. «Me acuerdo de que escribí una carta diciendo ‘‘el Atleti pierde seguro el siguiente partido’’», dice Kike.
Quedaba todavía la vuelta a Madrid, con la derrota pero feliz por la experiencia. «Siempre que me preguntan digo ‘‘el mejor viaje de mi vida’’. Iba para ver un partido y me tiré ocho días por ahí», recuerda Goyo.