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La justicia social es injusta

El contraste entre pobres y ricos, entre choza y palacio, entre trabajadores y capitalistas es la gran cuestión que desde hace siglos mueve más o menos violentamente a los hombres, y siempre, cuando el contraste se agudiza, surgen los campeones de la igualdad y de la justicia que cuestionan los resultados de la economía de libre mercado. Sin embargo, vale la pena notar que la distribución de la renta es en todas partes desigual, en el sentido de que existe un gran número de pequeñas rentas frente a un pequeño número de grandes rentas. Es en este contexto en el que aparece el concepto de justicia social, que es usado como sinónimo de justicia distributiva y da lugar a la instauración de un sistema impositivo progresivo, el cual fue propuesto por Marx y Engels en 1848 como una forma de despojar a la burguesía de su capital, para luego ser transferido al Estado.

Sin embargo, el proceso de mercado, como señala Hayek, se corresponde a la definición de juego y, como tal, representa una contienda jugada de acuerdo a reglas y decidida por destreza superior y/o buena fortuna. En dicho juego, los precios de libre mercado presentan un rol clave: señalan qué bienes producir y qué medios utilizar para producirlos. Es más, los individuos, intentando maximizar sus ganancias bajo dichos precios, harán todo lo posible para mejorar el bienestar de cualquier miembro de la sociedad, al tiempo que se asegurarán de que todo el conocimiento disperso de una sociedad sea tomado en cuenta y utilizado.

Por ende, considerando como justa aquella regla de remuneración que contribuye a aumentar al máximo las oportunidades de cualquier miembro de la comunidad elegido al azar, deberíamos estimar que las remuneraciones que determina el mercado libre de intervención son las justas.

Naturalmente, el resultado del juego del mercado implicará que muchos tendrán más de lo que sus congéneres creen que merecen, e incluso muchos más tendrán considerablemente menos de lo que estos piensan que deberían tener. Sin embargo, las altas ganancias reales de los exitosos, sea este éxito merecido o accidental, son un elemento esencial para orientar los recursos hacia donde puedan realizar una mayor contribución al producto del cual todos extraen su parte.

En este contexto, no es sorprendente que tantas personas deseen corregir esto a través de un acto autoritario de redistribución. Sin embargo, si los individuos o grupos aceptan como justas sus ganancias en el juego, es engañoso que invoquen a los poderes coactivos del Gobierno para revertir el flujo de cosas en su favor. De hecho, cuando los gobiernos discriminan coactivamente entre los gobernados y comienzan a manipular las señales de precios de mercado con la esperanza de beneficiar a ciertos grupos, se deriva hacia el derrumbe de los resultados de crecimiento y prosperidad. A la luz de ello, al investigar sobre la base de los reclamos por justicia social, encontramos que estos se apoyan en el descontento que el éxito de algunos hombres produce en los menos afortunados, o, para expresarlo directamente, en la envidia. De hecho, la moderna tendencia a complacer esa pasión disfrazándola bajo el respetable ropaje de la justicia social representa una seria amenaza para la libertad.

En este sentido, vale la pena recordar que el gran objetivo de la lucha por la libertad ha sido conseguir la igualdad de todos los seres humanos frente a la ley. Cada intento de controlar algunas de las remuneraciones mediante un sistema de impuestos progresivos no sólo redistribuye de modo violento lo que el mercado ha repartido, sino que implica un trato desigual frente a la ley. Así, cuanto mayor el éxito, más que proporcional será el castigo fiscal. Consecuentemente, esto originaría una clase de sociedad que en todos sus rasgos básicos sería opuesta a la sociedad libre. No sólo la justicia social es injusta, sino que además conduce a un modelo totalitario. El mercado como proceso de descubrimiento Existen dos modos distintos de enfrentarse al mercado capitalista, aun entre los propios economistas que admiten que el sistema de precios libres es capaz de cumplir las funciones asignativas de una economía hasta entonces por unos y otros. También expresan los errores que ambos siguen cometiendo y que otros habrían cometido de haberse incorporado al mercado.

En este marco, los descubrimientos empresariales podrán seguir realizándose en la medida en que existan sin aprovechar oportunidades de realizar un intercambio mutuamente ventajoso entre un par cualquiera de participantes en el mercado y con respecto a un par cualquiera de mercancías de las que sean propietarios.

Además, en un mercado con múltiples bienes, el descubrimiento de una oportunidad producirá una cascada de nuevos cambios en las decisiones de compra y venta de los individuos, así como nuevas oportunidades de intercambios mutuamente ventajosos. De este modo, el proceso de mercado consiste precisamente en la sucesión de descubrimientos inducidos, que sólo se detendría en ausencia de cambios exógenos. Esto es, cuando todas las oportunidades de realizar intercambios mutuamente ventajosos hubieran sido ya aprovechadas y no quedara, en consecuencia, lugar para ulteriores descubrimientos empresariales.

Por ende, en la visión austríaca, el énfasis recae sobre las densas brumas de ignorancia que recubren cada decisión adoptada. Es más, el éxito del mercado no consiste ahora en su habilidad para producir precisamente el conjunto de precios de equilibrio que conduce a una infinidad de decisiones perfectamente ajustadas, sino que el éxito del mercado se juzga por su capacidad de generar descubrimientos. Partiendo en cada instante de un trasfondo dado de mutua ignorancia entre sus participantes, el funcionamiento del mercado irá espontáneamente ofreciendo los incentivos y oportunidades que acabarán conduciendo a disipar cada vez más esas brumas de ignorancia.

De hecho, son estas brumas las culpables de que el mercado no acabe de conseguir un perfecto ajuste entre las decisiones, y es precisamente el hecho de que el mercado continuamente genere las intuiciones que las disipan lo que posibilita que se alcance el grado de ajuste existente.

Por último, la justificación racional para el uso de la competencia surge de la base de no conocer anticipadamente los hechos que determinan las acciones de los competidores.

Por un lado, está el típico caso de la microeconomía, en el cual, bajo mercados competitivos, la economía opera con conocimiento perfecto. Así, la elección que haga un individuo es la mejor que cabe hacer entre una serie de alternativas conocidas. Dados los precios de todos los bienes, cada decisor puede transformar el presupuesto del que dispone en una serie de cestas de bienes alternativas y, entre todas estas, selecciona la que considera preferible, de modo que tal selección constituye el conjunto de compras y ventas que realiza en el mercado.

En esta visión, la hazaña de un mercado competitivo es que los bienes comprados y vendidos cuadran perfectamente como consecuencia de unos precios de equilibrio conocidos por todos. Todo intento de compra y de venta tiene éxito. Los bienes con un precio que beneficia tanto al vendedor como al comprador resultan vendidos. Por lo tanto, en esta pintura del mercado no existen sorpresas, ni beneficios o pérdidas extraordinarias.

Por otro lado, dicha visión contrasta fuertemente con la posición de la Escuela Austriaca, que caracteriza al mercado como un proceso de descubrimiento en el que cada precio pagado o cada ingreso percibido son parte de un sistema, en el cual cada transacción es fruto de los descubrimientos simultáneos realizados por todas las partes implicadas. Ahora, el mercado consiste en una sucesión de conjuntos de transacciones siempre cambiantes. En cada momento, las mercancías adquiridas por los compradores y los ingresos percibidos por los vendedores representan los descubrimientos realizados como deportes, como de exámenes o de premios de poesía, sería inútil organizar competencias si conociéramos de antemano al ganador.

Así, la competencia debe ser considerada como un procedimiento para descubrir hechos que de otro modo serían desconocidos, o por lo menos no serían utilizados. Por lo tanto, de la formulación anterior surgen de inmediato dos corolarios: 1. La competencia es valiosa porque sus resultados son imprevisibles y diferentes de aquellos que se pudieran haber perseguido deliberadamente. 2. Los efectos generalmente provechosos de la competencia incluyen desilusionar o derrotar algunas de las expectativas o intenciones particulares.

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