La bomba editorial de 1876 que condenaba el onanismo, "una pasión vergonzosa y criminal"
El doctor Manuel M. Carreras Sanchis entró en la editorial con un manuscrito bajo el brazo. Sonó la campanilla de la puerta. En aquel Madrid de 1876 era grato pasear cuesta abajo por la calle Mayor en primavera. Manuel vestía una enorme sonrisa de orgullo. No solo era uno de los médicos quirúrgicos más importantes de España, sino que era socio de número de la asociación de escritores y artistas. Sajar la carne enferma y rasgar el papel con la pluma eran dos placeres irrenunciables.
«Buenas, don Manuel –saludó Eladio, el tipógrafo–. ¿Cómo hoy por aquí?». «Muy buenos días, querido amigo. Traigo un nuevo libro, esta vez traducido del francés», contestó el médico. El empleado dejó la máquina tipográfica, limpió sus manos en el mandil y se metió en el interior del establecimiento. Al minuto aparecieron García y Caravera, los propietarios. Los libros eran un negocio si se imprimían y vendían en la misma tienda. «Manolo, qué grato verte –dijo uno de los socios–. ¿Qué nos traes?». «Tengo aquí una bomba editorial. Lo he traducido del eminente doctor J. Tissot. En Francia –dijo señalando al techo con un dedo– se ha vendido bastante».
La misma cantinela que habían oído muchas veces los impresores. «A ver, ¿cómo se titula?», preguntó Caravera. «El onanismo. Ensayo sobre las enfermedades que produce la masturbación», contestó Manuel. Los empresarios se miraron. Eran dos tipos enclenques, de piel macilenta, encorvados, con voz ronca y casi inaudible, cuyas narices sujetaban unas gruesas lentes. «Venga, explica un poco», dijo uno de ellos.
Criminales confesos
El doctor cogió el manuscrito. «Os voy a leer algún pasaje, para que lo veáis». Carraspeó y cogió la primera hoja: «El onanismo no es solo una pasión vergonzosa sino criminal, pues qué crimen es el suicidio a que por su propia voluntad se condena el onanista. Ved su pálido y macilento rostro, con los ojos tristes, labios descoloridos, ronca la voz, fatiga en el cuerpo, debilidad en la visión, cefalea continua, voz ronca y débil... (siguió con la descripción y concluyó) ¿No os indica ese rostro de criminal confeso que ha caído en el onanismo?».
Eladio, que había estado escuchando, volvió a la faena. Los impresores tomaron asiento sin decir palabra. Manuel pensó que el negocio se le escapaba. Se quitó el gabán y lo colocó en una mesa dispuesto a sacar el material impactante. «Veréis, veréis». «La culpa –leyó– es de esos libros y estampas repugnantes donde se muestra el vicio, la degeneración de la carne, la indecencia de los cuerpos desnudos en actos impuros». El doctor se quedó mirando a los editores esperando su reacción. «¿Y ya está? –preguntó García–. ¿Es una obra para decir que hay pajilleros que ven cosas subidas de tono? Pues vaya noticia».
Era el momento. Había que contar las consecuencias del onanismo. «La suelta descontrolada y antinatural del licor espermático afemina al varón, que se vuelve estúpido, hasta imbécil, y altera la vista hasta su pérdida, reblandece la médula espinal, desfigura el cuerpo, causa gangrena espontánea de los pies, impide la digestión de alimentos, e incluso, luego, tras la expulsión seminal puede venir la epilepsia». Eladio soltó una carcajada imaginando la escena de un tipo exprimiendo su miembro y cayendo después al suelo en convulsiones espasmódicas como si estuviera poseído. «¿Viene el libro con un kit de agua bendita y la dirección de un exorcista?», preguntó el trabajador. Los patronos rieron, pero Manuel juntó sus cejas. Aquello no estaba funcionando.
«Esperad. También habla de la masturbación en las mujeres», anunció Manuel levantando la mano derecha. «Estaría incompleto si no reflejáramos los efectos en el bello sexo –leyó–, porque las mujeres se entregan a estos criminales actos igual que los hombres». Aquello sí podía hacer que el libro se vendiera. «La mujer tiene accesos de histerismo, ictericias incurables, calambres, dolor de nariz, tumores del clítoris, enanismo, pérdida de visión, caída de dientes, y luego, por impulso, se lanza a la ninfomanía sin pudor, como los brutos más lascivos, hasta que la muerte pone fin a su poco envidiable existencia».
En ese momento entró la madre de Caravera, una señora bajita, ya desdentada, con gafas, y soltó: «Madrid me mata». «Pero madre, ¿qué dices?». «Que no me encuentro bien –respondió la representante del antes conocido como bello sexo–, estoy con calambres, me duele la nariz, cada día me veo más raquítica, y me pongo histérica solo de pensarlo». Manuel tomó aire y resopló. Esperaba la impresión de los impresores impresionables. «¿El libro da soluciones contra el onanismo?», preguntó Caravera mirando a su madre. «Sí, purgar el cuerpo, inducir al vómito, comer carne tierna, pasear por sitios templados con aire fresco, hacer ejercicio, tomar opio, y, muy importante, darse fricciones de franela perfumada con incienso en el pubis, las nalgas y los genitales». Eladio se atragantó de la risa. Había hecho tanto la vista gorda que había adelgazado.