Los últimos días de Carlos V: abstinencia y penitencia
Carlos V de Alemania y I de España, primer hijo varón de Felipe el Hermoso, vino al mundo en una letrina del Palacio de Prinsenhof en Gante. Su madre, doña Juana, conocida como Juana la Loca, confundió con un dolor de vientre el parto de este bebé que, a pesar de su procaz bienvenida, sería uno de los hombres más poderosos que ha dado el mundo. Europa, África, Asia, parte del reino inca en Perú y del Imperio azteca en México… su reino no conoció puertas. Tampoco su apetito voraz, causante de buena parte de sus tormentos.
Cuando vivir empezó a convertirse en agonía por su sufrimiento físico y espiritual, el emperador decidió retirarse al Monasterio de Yuste, en Cáceres. Vencido por el dolor, la artritis y unos terribles ataques de gota, quiso reflexionar y purgar sus penas en silencio y con meditación y penitencia. En este punto arranca «Tardes con el emperador», una novela que sirve a su autor, el historiador Sergio Martínez, para reconstruir el último año del monarca. Y lo hace a partir de las amenas conversaciones que tiene con uno de los exploradores de la época, Martín del Puerto. «Este personaje ficticio acude a Yuste en busca de las crónicas que se han escrito sobre la conquista de América para poder refutar las mentiras. Una vez allí, se convierte en confidente del monarca, también en sus nuevos ojos y oídos», explica a LA RAZÓN.
El formato de novela ha permitido a Martínez recrearse en los personajes, pero guardando absoluta fidelidad al grueso de la biografía de Carlos V. «Tras su abdicación, regresó a España con una corte de 50 personas y mandó edificar junto a la capilla del monasterio un palacete que decoró con tapices y pinturas de Tiziano, su retratista favorito. A su alrededor, levantó un vergel de flores, plantas y fuentes que de alguna manera recreaba los jardines que había conocido en Gante, su ciudad natal. Las aguas estancadas alrededor de sus aposentos favorecieron la proliferación de mosquitos que le transmitieron el paludismo que acabó con su vida».
El emperador que conoce Martín del Puerto es ya un hombre exhausto, melancólico y muy necesitado del temple de esta tierra extremeña. Tiene los dedos deformes, como garras de águila, y, aunque sigue presentándose con todos sus honores, admite que no son más que polvo sobre su ropa. Con su relato, el autor nos acerca a la vida cotidiana de Carlos V y a sus gustos culinarios, tan copiosos que le causaron gota, una enfermedad para la que no encontró ni remedio ni consuelo. Sus médicos le recomendaron una dieta estricta, pero su apetito era voraz: carnes, pescados llegados de todos los mares y las aves más renombradas de Europa. «Mi dolencia es la de los ricos. Por haber comido, bebido, amado y odiado en demasía. El poder lleva siempre al hartazgo en todas sus facetas», pone en su boca el historiador.
Uno a uno, le fueron quitando los placeres. «La cerveza, fue el último. Sabía próximo el final y quiso acercarse a Dios libre de pecado. Con el corazón limpio y el alma serena», explica Martínez. La conversación con Martín Puerto le permitía conocerse a sí mismo, saber de su obra y de su propósito de expandir la cristiandad. Cuando este hombre llegó al monasterio, sabía que los títulos del emperador ya no le correspondían y que su vasto imperio había quedado desmembrado tras su renuncia al trono, pero lo último que deseaba era faltarle al respeto. «Después de una vida dedicada a conquistar nuevas tierras a golpe de lágrimas, fuego y espada, también sus días de gloria quedaban atrás».
El emperador recibía cada día decenas de cartas informándole de cómo iban las cosas fuera de los muros del monasterio, pero era incapaz de recordar que ya no ostentaba sus cargos. Leía los mensajes y trataba desesperadamente de encontrar una solución. «Rescataba las lecciones aprendidas de su derrota y, si le hablaban de traición, revivía con cólera las que él sufrió. Su fragilidad no le permitía estos disgustos. Era como una montaña de arena a la que el mar va lamiéndole la base», cuenta Martínez.
Quiso un discurso veraz
Al conocer al explorador recién llegado, dejó volar su mente escuchando historias de tierras lejanas que un día le pertenecieron. La conquista de las Indias calmaba cualquier otro pesar. «No por el oro o la plata, como algunos críticos piensan, sino porque le permitió culminar su proyecto de cristiandad. Nadie como Martín podía aliviar su dolor». Frente a los cronistas que acomodaban la realidad a sus discursos, el mayordomo le pidió veracidad, que le viese como a un hombre, no como a un libro. Este a su vez le impuso dos condiciones: estar a solas con él, pues habría cosas de las que no se sentiría orgulloso, y no volver a comer con los monjes o cerraría su boca hasta el día que muriese.
Carlos V murió con 58 años, pero era ya un anciano que apenas podía usar sus manos. Antes de despedirse definitivamente de él, Martín se reencuentra con otro viejo conquistador y reflexionan: «Llevamos a aquellas tierras la palabra de Dios e hicimos lo mejor que creímos para esa gente… No sé si estuvo bien, pero tampoco si hubo una forma mejor».