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"Haz lo que debas": una revolución para aplacar el calor

Spike Lee dirigió en 1989 la que todavía hoy se considera su obra maestra, un estudio del racismo en Estados Unidos a través de la vida de barrio en verano

Estamos en la ceremonia de los Oscar de 1990. Unos Estados Unidos que aún se están desperezando de la era Reagan y todavía no han vivido la ignominia del caso Rodney King o la persecución al Bronco blanco de O.J. Simpson nominan a través de sus académicos a cinco películas como merecedoras del premio a la Mejor Película: «El club de los poetas muertos», «Campo de sueños», «Nacido el cuatro de julio», «Mi pie izquierdo» y «Paseando a Miss Daisy», que se acabará llevando la estatuilla, dejan fuera a «Haz lo que debas», acaso reverso contestatario de la película protagonizada por Morgan Freeman y un alegato nunca antes visto por los derechos de la población afroamericana en aquel país.

La injusticia, la de dejar fuera del quinteto de gala a una película independiente, rabiosamente negra y explícitamente política, fue tal que una revolucionaria Kim Basinger no se pudo contener al entregar el premio más importante de la noche: «Hemos nominado a cinco películas maravillosas, y lo son porque cuentan la verdad. Pero falta una película, quizá la que más verdad cuente de todas ellas», se quejó la actriz, para provocar un conato de ovación entre el Hollywood menos complaciente.

Poner la otra mejilla

El camino para llegar al icónico momento, sin embargo, no había sido ni mucho menos fácil. Cuenta la leyenda que Spike Lee, medio borracho y medio harto de las salidas de tono de su buen amigo Robert De Niro, le contó cómo una vez una marabunta de italo-americanos le había dado una paliza a unos cuantos muchachos negros, solo por una cuestión de odio racial, de coexistencia en el mismo barrio. De Niro, un poco en «shock» le exhortó a hacer una película para denunciar el hecho y que él mismo la protagonizaría. Por cuestiones de agenda, el personaje de Sal, el pizzero malhablado, lo acabaría interpretando Danny Aiello, pero la masa madre de la obra maestra del joven Spike Lee ya iba camino del horno.

Imbuida de rabia y estética de finales de los ochenta, con todas las mallas, el colorido y el auge de las zapatillas de marca que eso conlleva, «Haz lo que debas» no deja de ser, en su núcleo, un estudio del racismo en Estados Unidos. El que denuncia la gentrificación de barrios obreros y su conversión paulatina en guetos, pero también el que habla de un país podrido hasta el tuétano y siempre al borde de la guerra civil. En ese escenario, el Mookie al que da vida el mismo Lee, como protagonista, guionista, director y productor, no es más que un superviviente, un hijo más del sistema que se ve empujado a la violencia de los que ya no tienen nada que perder porque todo les han quitado. Su personaje, el chaval majo del barrio, es llevado al límite por el racismo, por las costuras mismas de un sistema que no le deja salir de lo que le tiene asignado a no ser que estalle. Ese mensaje, tan lúcido como peligroso según a quién le preguntemos, sentó como un tiro al conservadurismo americano blanco, que rápidamente se lanzó a censurar la película de todas las formas: «Todavía me jode. Es una locura, una puta chaladura. No recuerdo a nadie quejándose de que las audiencias blancas iban a convertirse en robots arrancando cabezas después de ver una película de Schwarzenegger, ¿por qué con la mía sí?», se quejaba en una entrevista Lee, ya en 2014, recordando la polémica que rodeó a su filme.

 

De nuevo encerrado entre la política de poner la otra mejilla, a lo Martin Luther King, o la de quemarlo todo sin mirar atrás, a lo Malcolm X, Lee propone a través de «Haz lo que debas» una respuesta casi dialéctica a los dos mitos de los derechos civiles americanos: hacer lo que uno debe, lo correcto, no tiene nada que ver con la moralidad, sino con la propia materialidad. Spike Lee, o Mookie, porque son el mismo, son ellos pero también sus circunstancias. Visitar esa bendita calle del barrio de Brooklyn, más de treinta años después del estreno de la película, no solo ayuda a entender la batalla que Lee ya creía perdida entre los últimos y los penúltimos de la escala social, sino que también refresca, para comprender de dónde venimos y hacia dónde no queremos volver. Para la historia del cine, sin Oscar, quedará el épico discurso de Radio Raheem, así como el sudor neoyorquino de cuando la única solución al calor es iniciar una revolución.

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