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Un tonto de guardia en el fin del mundo

Los departamentos de ultramar son cuestión sensible en Francia. En mayo, para aplacar unos disturbios provocados por la turba independentista, Emmanuel Macron viajó hasta Nueva Caledonia, archipiélago de Oceanía donde nació el nadador Maxime Grousset, campeón del mundo de 100 mariposa. Los anfitriones reclutan posibles medallistas hasta en las antípodas, a la imagen de la «Coupe», única competición futbolística con el Mundial que se disputa en los cinco continentes. Las dos mayores figuras de su historia olímpica y prendedores de la llama que arde en Las Tullerías, Marie-Jo Perec y Teddy Riner, son antillanos de Guadalupe, un paradisíaco archipiélago del Caribe.

No era una idea tan loca, por tanto, que la subsede elegida para el surf fuese Tahití, la isla del Pacífico Sur que descubrió el marino portugués, al servicio de la corona de Castilla, Pedro Fernández de Queirós. Es la segunda vez que Europa y Oceanía comparten unos Juegos bicontinentales porque en 1956, la peste equina impidió a Melbourne acoger las pruebas de hípica, que se celebraron en Estocolmo cuatro meses antes de la inauguración.

Sin embargo, siempre hay un tonto de guardia, hasta allí donde da la vuelta el viento. En el spot de Teahupo’o, junto a la ola que adoran y temen los surferos de todo el mundo, unos cuantos cenizos han estado a punto de birlarnos las imágenes más espectaculares de los Juegos. Que molestaba la torre de los jueces, decían, ¡que será derruida la semana próxima! Por suerte para el espectáculo. Esa cofradía de ecologistas que se yergue siempre en contra de la felicidad ajena, como aquel fraile amargado de «El nombre de la rosa», es una de las pestes de Occidente. Su principal fuente de satisfacción es interponerse entre sus congéneres y el disfrute, siempre con el ceño fruncido y el dedito tieso. Eran menos insoportables los curas preconciliares. Por lo menos, hablaban latín.

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