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The Blues Brothers, gafas de sol, blues y autodestrucción

The Blues Brothers, gafas de sol, blues y autodestrucción

Un libro recupera la historia de cómo los estadounidenses John Belushi y Dan Aykroyd grabaron la película que trataba de rescatar a las leyendas de la música negra y su amargo final 

Estaban «en una misión de Dios», como repetían de forma un tanto cansina a lo largo de la película. John Belushi y Dan Aykroyd se convirtieron en The Blues Brothers por amor a un estilo y una tradición que, en los años 80, volvía a vivir una travesía en el desierto. De manera que reivindicar el blues era para el dúo de cómicos una exégesis prioritaria en tiempos dominados por la música disco y otras variantes del pop comercial, una idea, la religiosa, a la que volveremos más adelante. Ese era el asunto principal de sus alter ego y de la película que, con el mismo nombre (y traducida de manera rechinante en España como «Granujas a todo ritmo») filmaron en 1980 bajo la dirección de John Landis. Una cinta que fue escandalosa, polémica y casi un milagro a tenor de los sucesos de su rodaje, que narra pormenorizadamente Daniel de Visé en un volumen («The Blues Brothers») que acaba de publicar Libros del Kultrum. Como muy bien sintetiza el subtítulo del libro, esta historia trata «de una amistad épica, el auge de la improvisación y el nacimiento de un nuevo género cinematográfico: la comedia musical de acción».

Aykroyd y Belushi habían creado a sus personajes («dos tipos vestidos como empleados de una funeraria») para rendir homenaje a la música que tanto amaban en clubes de mala muerte antes de ser conocidos como los protagonistas de «Saturday Night Life», el legendario programa, todavía en emisión, que cambió el mundo de la comedia en la pequeña pantalla. Ambos se habían conocido en Nueva York, donde Belushi se fue convirtiendo poco a uno de los cómicos de moda. Se entendieron a la perfección y alimentaban los desbarres y las locuras del otro. Su irreverencia y ciertas dosis de surrealismo les abrieron las puertas de la televisión en un acto de valentía de la NBC en 1978, cuando hicieron aparición en «SNL» con sus personajes de sombrero, gafas negras y corbata fina, cantando sin tener la idea más remota de hacerlo, pero transmitiendo una energía contagiosa. Aquella actuación era una pura improvisación entre «sketches» que no estaba destinada a tener vida propia ni continuidad, ni siquiera a ser emitida, sino una especie de intermedio musical que ambos se morían por hacer. La audiencia no sabía qué pensar: ¿era una parodia? ¿debían reírse o bailar? La verborrea de Belushi y sus consignas disparatadas le convirtieron en una superestrella.

De Visé traza la historia del dúo a partir de la escritura de dos biografías por separado. «Dan era contenido y cauto; John, caótico y espontáneo». El primero se guardaba las cosas para sí, el segundo era como un libro abierto. A través de más de cien entrevistas (incluido Dan Aykroyd), el autor nos conduce por los vericuetos de la «stand un comedy» estadounidense, por donde pululan Bill Murray, Billy Crystal, Chevy Chase, Richard Pryor, Tom Hanks y Steve Martin, y hasta Andy Kaufmann. Belushi ya tenía problemas con la cocaína cuando su carrera empieza a despegar en la televisión. La popularidad de sus nuevos personajes puso en bandeja los sueños más lúbricos de la pareja de cómicos: hacer una película como The Blues Brothers. Aykroyd se encargó de un desmesurado borrador de guion que triplicaba la extensión de la media. Las ideas se enlazaban caóticamente pero lograron destilarlas en un argumento: dos hermanos tratan de redimir sus errores del pasado cuando uno de ellos sale de la cárcel. Aquí está la idea principal: la salvación a través de la palabra de Dios, que puede parecer el Evangelio pero en realidad es el rhythm and blues.

Parodias y drogas

Y es que Belushi y Aykroyd concibieron la película como un homenaje, un acto de propaganda de dos hombres blancos a favor de la tradición negra. Así fue como aparecían Aretha Franklin, John Lee Hooker, Cab Calloway y James Brown cuando sus nombres no aparecían ni de casualidad en las listas de éxitos. Sin embargo, ya en su momento y antes de la formulación de la «apropiación cultural» como pecado del hombre blanco, esto ya suscitó problemas. No acaparó titulares, pero ya la primera interpretación en la NBC como Blues Brothers fue tildada de «racista» por el crítico de «Rolling Stone» Dave Marsh. Sobre el humor de Belushi hoy se habría montado un escándalo. El cómico era conocido por sus parodias de las películas de samuráis en las que recargaba las tintas de la pronunciación asiática empuñando un perchero en lugar de una katana, con el pelo recogido en un moño. Aunque muchos de esos sketches hoy resulten de mal gusto, el propio Belushi era hijo de inmigrantes albaneses que había sufrido en sus carnes los problemas de adaptación social de sus padres, así que muy difícilmente puede acusársele de racismo. Sin embargo, no fueron pocas las voces que se levantaron contra el argumento de blancos imitadores y protagonistas a lomos de las interpretaciones negras, situadas como meros actores secundarios. Pero, como se dice en las comedias románticas, su amor por el blues y el soul era sincero. No ayudó mucho, en cualquier caso, que apareciesen personajes neonazis que claman por «una sociedad blanca y respetuosa con la ley», aunque fueran, claramente, una crítica social.

En cualquier caso, De Visé se asoma a esa grabación que ríase usted de los desafíos de Coppola en «Apocalypse Now». Una filmación que se llevó a cabo bajo una nevada de cocaína y en la que, al cabo, resultaba milagroso que John Landis lograse tomas dignas de Belushi. Las gafas negras ayudaron mucho. Por el rodaje pasó un Papa falso al que todo el mundo tomó por el auténtico (y ante el que lloraban los católicos del equipo de producción), 103 coches patrulla destrozados sin relevancia para la historia en choques dignos de una película de Bruce Willis, dos experiencias cercanas a la muerte de Belushi, centenares de comentarios inoportunos durante las escenas (alguno se quedó por desesperación), una atribulada Carrie Fisher (no era para menos en semajante locura) y hasta 20 localizaciones de exterior que estuvieron a punto de reventar el rodaje. Belushi tomaba cocaína de día y barbitúricos de noche, para dormir. Estaba fuera de control.

La cinta (y especialmente su aumento de costes y facturas inesperadas) era vista como una burda desgracia por Universal Pictures. Nadie del estudio creía en la historia. Hasta que la caja registradora empezó a sonar a música celestial. Fue un notable éxito de taquilla solo superado por «El imperio contraataca». Dos años después del estreno, Belushi fue encontrado muerto por sobredosis (tomó una mezcla de cocaína y heroína conocida como «speedball») mientras atravesaba unos tiempos amargos. Cambió la comedia, lanzó una cruzada por salvar el blues, pero no pudo salvarse a sí mismo.

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LA ÚLTIMA VOLUNTAD

El libro no termina en la peripecia cinematográfica, sino que sigue a Belushi hasta el final de sus días, en su imparable decadencia por una adicción galopante. Visto en retrospectiva, todos sabían que terminaría matándose, pero no pudieron evitarlo. Belushi tuvo varios «tutores» a lo largo de su vida que trataban de controlar, cada dos horas, cómo se encontraba. Pasaba días sin dormir, iba pasadísimo, tosía sangre. El guion es el típico con un toxicómano. Le cortan el grifo económico (gastaba miles de dólares al mes en drogas y otros tantos en una empresa de relaciones públicas que tapase sus descuidos adquiriendo las imágenes) y le advierten. Le amenazan. Yo controlo, contestaba. En su lápida grabaron dos tibias y una calavera: «Puede que me haya ido, pero el rock & roll sigue vivo», era su última voluntad. Una misión divina.

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