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España-Francia y el Parque de los «Reyes»

España-Francia y el Parque de los «Reyes»

El estadio que acoge la final olímpica de fútbol es un recinto mítico para el fútbol español, que deberá refrendar como selección las hazañas firmadas allí por nuestros clubes

Hace cuarenta veranos, Francia y España ya jugaron una final en el Parque de los Príncipes, la de la Eurocopa que ganó Platini –nueve goles en cinco partidos, una brutalidad– y que perdió un poco Arconada al tragarse aquel malhadado tirito raso. La selección que dirige Thierry Henry es la quinta anfitriona que disputa una final de los Juegos e intentará prolongar el pleno de oro para los locales logrado por Brasil (2016), por la alegre banda de Kiko (1992), por Bélgica (1920) y por Gran Bretaña (1908). Hace también cuatro decenios que los galos festejaron, en Los Ángeles 84, su único título olímpico.

Los amantes de la cábala, sin embargo, encontramos iguales precedentes para el pesimismo que para el optimismo.

«L’Équipe», justamente, advierte del peligro real de que a España le dé por imitar a los vecinos transpirenaicos, que lograron en 1984 el doblete Eurocopa-Juegos Olímpicos. El primer duelo balompédico del verano, en fin, lo ganaron los chicos de De la Fuente en la semifinal de Múnich. Gracias a la negativa del Real Madrid y a la sensata dosificación de Lamine Yamal, eso sí, nos ahorraremos otra reedición del eterno Clásico que el prodigio catalán dirimirá contra Mbappé en el próximo lustro.

El Parque de los Príncipes es un escenario legendario para el fútbol español de clubes. Allí le marcó Nayim al Arsenal el gol más inverosímil de la historia de las finales europeas, que le dio la Recopa al Zaragoza, y, sobre todo, comenzó a escribirse el mito europeo del Real Madrid el día de San Antonio de 1956, cuando un gol de Héctor Rial decantó la final de la I Copa de Europa contra el Stade de Reims (3-4). Uno siempre alberga dudas sobre la pertinencia de organizar un torneo de fútbol en los Juegos Olímpicos, pero el cartel de esta final le devuelve toda la legitimidad que la FIFA se empeña en restarle por culpa del maldito dinero.

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