Joaquín Campos: "Estados Unidos es un experimento que sale bien a golpe de crédito"
Acostumbrado al tránsito arbitrario de las decisiones impulsivas, las voluntades ejercidas fuera del tiempo, los asentamientos innecesariamente prolongados y el despojamiento progresivo de modas literarias impostadas, Joaquín Campos es de los que cree que algo tan inasible como el amor "también debe ser homenajeado". El malagueño, que huye de la ortodoxia y de los husos horarios con la misma celeridad que de la muerte, vuelca gran parte de ese porcentaje de afecto en la configuración de sus personajes de ficción, cuyos recorridos agujereados y capas de inocente perturbación le confieren siempre estructura de "soñadores violentos". Practicante habitual de la escritura confesional y feligrés aventajado del verbo sucio, hablamos con el escritor de "Avenida", su última novela atravesada por una obsesión amorosa entre un voyeur y una mujer que vive en la calle, pero también de otras muchas cosas inalcanzables o anheladas o secretas.
¿En qué momento un escritor con alergia manifiesta a las dinámicas absorbentes del mercado decide situar su última novela (como ya hiciste con "Últimas Esperanzas") en la cuna del capitalismo?
Pues después de tantas vivencias considero aún a Nueva York como la capital del mundo, y, sobre todo, que sigue siendo el lugar donde cualquier experimento social nace y se reproduce a lo largo y ancho del planeta. Lo woke que ahora nos atora nació allí. De hecho, tanto "Últimas esperanzas" como "Avenida" pertenecen a una trilogía sobre el mundo contemporáneo desde Nueva York que concluirá con mi siguiente novela, que en principio se titulará "Chapman" y que transcurrirá en el barrio neoyorquino de TriBeCa. En realidad no tengo tanta alergia al asentarme. Tengo ya 50 años y comienzo a cansarme. Eso sí, espero poco a poco poder quedarme quieto en un par de sitios.
¿Dirías que en "Avenida" vuelves a ser indirectamente el protagonista de tus narraciones? ¿Puede el personaje de Donovan leerse como un trasunto de tus propios miedos?
Es evidente que buena parte de lo que los escritores escribimos tiene que ver con nosotros mismos. Pero es curioso: me veo igual de cercano, si no más, a Sheila, cuya manera de ser me fascina. Creo que, si el nuevo movimiento feminista quería una heroína, sin duda, la podrán encontrar en Sheila.
¿En qué se traduce ese punto de señalamiento a la trampa del sueño americano que hay en esta novela?
El comunismo ha sido, además de criminal, caótico e infantil: a veces debían sentirse dirigidos por niños. Pero eso no quita para que el capitalismo no sea pocas veces perverso. En los Estados Unidos está esa frase propagandística repetida hasta la saciedad que dice eso de "the limit is the sky". Pero lo que la gente no se aprende es que si las cosas te salen muy mal podrías acabar durmiendo en un cajero observando a las puertas del infierno ese cielo azul inalcanzable.
Practicas un tipo de escritura desnuda, estilísticamente cruda a la hora de perfilar diálogos malsonantes y distintos cuadros psicológicos. ¿Sientes que actualmente se denosta en términos sociales con más facilidad este tipo de corriente literaria, digamos, bukowskiana? ¿Te has autocensurado alguna vez?
Jamás me he censurado. Y las razones son varias. Primero, porque ya están los medios para hacerlo, y luego, que a mí no me conoce casi nadie, y solo desde aquí abajo parto con esa ventaja: puedo escribir lo que me dé la real gana. Y a los hechos me remito. Por eso es triste observar a los que les va bien la vida de escritor las estupideces que sueltan para que el régimen cultural actual les permita seguir participando de él. El poder es demasiado sugerente. Y nadie que lo ostenta desea soltarlo.
¿Qué te ha dado y qué te ha quitado la industria editorial?
Me ha enseñado lo esencial: que no se puede vivir de los libros. Y con eso me basta y me sobra para seguir soñando con todo lo contrario.
Hay muchos ciudadanos americanos a los que nadie mira pero todos ven, como podría ser el caso de Sheila. ¿Desde qué lugar mira Estados Unidos a sus habitantes?
Estados Unidos es un país maravilloso si vives en Nueva York o Boston y veraneas en California, o si eres ludópata, y te vas a Atlantic City o Las Vegas a gastarte la pasta. Es un experimento brutal de razas y procedencias que parece que sale bien, tantas veces, a golpe de crédito. Pero en realidad es una bomba de relojería a punto de explotar, como buena parte de Occidente. El otro día dispararon a un expresidente de los Estados Unidos que lucha para volver a serlo. Estados Unidos también se pudre. Como Europa. La diferencia es que ellos, aunque se humillen públicamente, jamás dejan de lado la economía.
Habiendo vivido de cerca casos tremendistas y desgarradores como todo lo sucedido con Artur Segarra o más recientemente el caso de Daniel Sancho, ¿eres capaz de seguir confiando en la existencia de una bondad genuina?
Tengo muy claro que el más sanguinario terrorista podría ser tu mejor amigo además del mejor padre. Soy cero de grises y de los relativismos, tan habituales hoy en día para no tomar decisiones concretas, pero tengo muy claro que nadie es malo o bueno al 100%. Y el problema de la bondad es que, como tantos otros valores, nos lo televisan. Evidentemente yo no compro la bondad que me sueltan en los telediarios, porque la única bondad que me interesa es la filosófica o incluso religiosa. Todo lo demás es política.
¿Ser consciente de este tipo de sucesos interfiere o condiciona tu mirada como escritor a la hora de crear ficciones?
Mis personajes de ficción son todos buenas personas, a veces excéntricos o directamente locos. Son soñadores violentos. Seres disparatados muy envalentonados. Mis personajes no pertenecen al sueño colectivo. Son dignos porque persiguen los suyos propios. Son honorables. Y, por lo tanto, aunque puedan alguna vez consumir drogas o beber más de la cuenta siempre ceden el asiento en el metro a un anciano o a una mujer encinta. Ninguno de mis superhéroes de barrio podría ser un asesino.
Uno de los temas que registras en el libro con mayor protagonismo es el de la obsesión (en este caso manifestada por el personaje de Donovan). ¿El enamoramiento siempre va acompañado irremediablemente de un punto obsesivo?
Lo de Donovan es un amor platónico. Algo esencialmente único. Una pompa de jabón que, si la tocas, desaparece. Y ese amor, por puro y verdadero, también debe ser homenajeado. Es posible que exista más amor en una relación no colmada que en 75 años de matrimonio.
¿Cuántas veces necesita Joaquín Campos cambiarse de país para sentir que está en casa?
Creo que lo comentaba antes: cada vez, y como no podía ser de otro modo, me canso más. Por razones familiares y literarias –tan lejos es difícil que se tengan en cuenta mis obras– residiré a caballo entre España y Bali. Y claro, aún me guardo en la recamara la última bala; la mejor: Japón; donde sí o sí tengo que pasar parte de mi vida. Pero sí, comienzo a estabilizarme. Poco a poco. Para desgracia de la industria aeronáutica.
¿Huyes cuando viajas?
Recuerdo a mi querido Fernando Sánchez Dragó, uno de los mejores viajeros que he conocido, que no turista. Y te quiero contar casi lo mismo que habría dicho él, pero con varios apuntes. Uno de ellos es que en la actualidad solo viajo por trabajo, o para escribir a solas. Y huir, en realidad, lo estamos haciendo continuamente. O al menos yo. Huyo de todo menos de la literatura.
¿Cuál es la mayor consecuencia de ser escritor a tiempo completo?
Que si fracaso, habrá sido solo mi culpa.