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¿Dejaremos a Cristo?

Meditación para este XXI domingo del tiempo ordinario

El pasaje del evangelio que contemplamos hoy nos sitúa en un momento decisivo, cuando las palabras de Cristo provocaron el rechazo de muchos de sus discípulos. Porque justamente en este pasaje el Salvador revela la piedra de toque de la auténtica fe en él: El sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Meditemos con atención humilde:

«En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Conociendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: “¿Esto os hace vacilar?, ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.

Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.

Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”.

Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.» (Juan 6,60-69).

El anuncio de Cristo sobre su Cuerpo y Sangre, ofrecidos como verdadera comida y bebida, se convierte en un escándalo para muchos. Porque la revelación del sacramento eucarístico, además de piedra de toque de la fe es también piedra de tropiezo para quien solo cree en Cristo a medias o según el propio gusto. Él exige una adhesión y un cambio de vida totales para ser acogido. Aquí reside la fuerza y la sacralidad de este sacramento.

En el pan y el vino consagrados, Cristo no solo ofrece un símbolo, sino su presencia real y sustancial. Por ellos entramos en comunión con el Verbo Divino hecho carne. Esta, como no puede ser de otra manera, es una realidad que exige recibirle en gracia, purificados de nuestros pecados, para que esta comunión sea verdadera y no un acto vacío que, lejos de darnos vida, pueda llevarnos a la muerte del alma, como nos advierte la misma Biblia en otro pasaje: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, se hace culpable de profanar… Examínese, pues, cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles, y son bastantes los que mueren» (1 Corintios 11, 27-32).

Pero volvamos al discurso de Cristo sobre el Pan de Vida, que hemos leído estas tres últimas semanas y que hoy concluimos. Porque hay que considerar que después de escucharlo, muchos de los que se decían seguidores de Jesús se echan para atrás: «Este modo de hablar es duro. ¿Quién podrá soportarlo?», se preguntan. Entonces el Señor dirige a los Doce la pregunta decisiva: «También vosotros queréis dejarme?». A nosotros hoy, en su realismo sobrenatural, el Sacramento del altar nos coloca ante la misma disyuntiva: ¿Nos quedamos con Cristo, abrazando este misterio que nos exige y nos supera, o nos alejamos, buscando caminos acomodaticios?

Ante todas las dificultades en nuestra vocación cristiana y cuando nuestra fe flaquea, el Señor nos dirige la misma pregunta que formuló a los Doce. Esta nos llega también cuando la moral cristiana nos exige una renuncia a los atractivos del mundo. También cuando no queremos convertirnos a la Palabra de Dios, sino convertir esta en la justificación de nuestros caprichos. Resuena en lo más íntimo de nosotros cuando tantos argumentos pasajeros y falaces buscan socavar las enseñanzas perennes de la fe. Estas y tantas otras veces, Cristo vuelve a preguntarnos si también nosotros le dejaremos.

La respuesta de Pedro, «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna», es el acto de fe que reconoce en Jesús al único que puede dar la vida que se anhela. Estas palabras de eternidad no son meras promesas de consuelo, sino la realidad del Verbo hecho carne, y ahora de esa carne hecha pan. Al comulgar, no solo recibimos a Cristo; nos hacemos uno con Él, en un mutuo ofrecimiento que nos transforma desde lo más íntimo. ¿Dejaremos de erigirnos en dioses de nosotros mismos para acoger la presencia del verdadero Dios, con toda la dulzura y el estremecimiento del sacramento eucarístico? Desde allí Dios ilumina y ancla en la verdad nuestros criterios, sentimientos, palabras y acciones. Así nos hace crecer día a día hacia la mayor plenitud de aquello para lo cual nos ha creado, sin medianías ni distorsiones.

El sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo es, por excelencia, el lugar donde nuestra fe se hace concreta. No basta con asistir a misa y recibir la Comunión por costumbre; debemos acercarnos con un corazón preparado, consciente de la magnitud de lo que estamos recibiendo. La Eucaristía es el alimento que nos abre a la eternidad, pero también es un juicio sobre nuestra vida presente. Si nos acercamos sin estar en gracia, en vez de ser fuente de vida, puede convertirse en condenación. Esto nos lleva a reflexionar seriamente sobre la importancia que damos a la Eucaristía en nuestra vida diaria. ¿La recibimos como el centro de nuestra existencia, como el manantial de gracia que nos transforma y nos santifica? ¿Nos acercamos a ella con la debida preparación, habiendo confesado nuestros pecados y buscando una verdadera conversión? ¿Nuestro acercarnos a la fila de la Comunión se corresponde con las que estamos en la del confesionario? Recordemos: Para recibir la Eucaristía, siempre debemos examinarnos a fondo y poner toda nuestra parte para hacerlo en gracia. Si no, por más que recibamos materialmente el sacramento, en verdad seríamos de los que dejan al Señor.

En definitiva, quedarnos con Cristo significa aceptar el reto de vivir según su Palabra, de recibirle siempre con un corazón preparado y limpio, para que así su carne se haga vida en nosotros. Desde allí podemos comprometernos en una vida que sea testimonio de su amor fuerte y vivificador.

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