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"Aftersun": el último baile de las vacaciones con papá

No hay movimiento cadencioso de aguas cristalinas, ni enclaves paradisíacos insulares limitados por el tiempo, ni resorts de lujo escoltados por ejércitos de palmeras erróneamente asociados al verano, ni ostentación, ni tránsito. Tampoco hay rastro de la pegajosidad burguesa extraída de las postales rohmerianas idílicas que mencionábamos la semana pasada, ni de la lección de estilo ejercida por Delon en "A pleno sol" que perfilábamos la anterior. En el verano de Charlotte Wells, en las vacaciones que invaden la narrativa de "Aftersun", hay decadencia, memoria, herida, devastación y descubrimiento de un mundo adulto que se consume delante de los ojos de una niña. Pero también alfilerazos de luz y polaroids y helados compartidos a la sombra de una ruina y paseos en barco y conversaciones en la piscina del hotel y partidas de billar y cócteles nocturnos congelados para siempre en el borde del flash de una cámara de fotos.

La directora escocesa se bautizaba cinematográficamente con esta prodigiosa ópera prima en el año 2022 consiguiendo algo que resulta tremendamente difícil encontrar en la actualidad del panorama audiovisual: consenso. Al tiempo que la crítica coincidía de manera unánime en una catarata de valoraciones positivas con premio del jurado en Cannes mediante, los internautas más cinéfilos sepultaron las redes sociales tras su estreno en el sentido metafórico y literal de la palabra compartiendo durante semanas el estado emocional límbico y tristísimo en el que les había sumido la proyección en sala de la categorizada por derecho en aquel momento como "la joya indie británica del año".

Vacaciones que ya no serán

El secreto de semejante éxito pudo residir, tal vez, en la sensibilidad aplastante de la que se sirve Wells para, en primer lugar, subvertir los distintos lenguajes cinematográficos hasta finalmente hibridarlos en una exploración poética y hermosísima de la imagen y negociar de manera constante con sus posibilidades y después, cómo consigue trazar una línea de la memoria completamente efectiva recurriendo a la universalidad emocional de algo tan puro y complejo como la relación entre un padre y una hija.

Es a través de los espejos naturales del agua de la piscina, del tierno acercamiento de los vídeos caseros grabados por Sophie –a quien da vida una descomunal Frankie Corio– o de las mesas de cristal del complejo hotelero donde se encuentran, donde se configura la figura difusa de Calum, un padre joven, cariñoso, dulce y empático cuya mirada y cuyo enigma interior albergan un vasto dolor fácilmente identificable con un estado depresivo. Entre baños en el mar de Turquía, trenzas en el pelo, juegos de sombras en las paredes de la habitación y ventiladores portátiles, la cinta ofrece un ejercicio de reconstrucción de los recuerdos milagrosamente cruel, en este caso los de la infancia noventera de una niña de 11 años que mira desde el presente adulto de la búsqueda y las preguntas que quedaron sin respuesta durante el transcurso de unas vacaciones que nunca más volverán a ser, la progresión agujereada de la relación con su padre.

Es curioso cómo en toda esta inmersión memorística que lleva a cabo la Sophie adulta, se intenta separar la juventud prematura del padre del surgimiento de los demonios que éste manifiesta a lo largo de la historia –inspirada libremente en la biografía de la propia directora–, porque ella en realidad nunca sufre carencias afectivas propias de la inmadurez de una paternidad temprana, nunca padece situaciones de delegación de los cuidados, nunca presiente alejamiento o abandono. Al contrario. Pocas veces en la pantalla se había visto una entrega de amor paternofilial tan hermosamente desinteresada, tan limpia y tan profunda, tan personal y copartícipe.

No sabemos cuántos días han pasado desde que Calum (Paul Mescal consiguió una nominación al Oscar ese año por su extraordinaria interpretación) y su hija llegaron a este hotel turco para disfrutar de todas las dinámicas vacacionales adquiridas por el guiri promedio de turno –incluyendo actividades acuáticas arrítmicas o maquinitas traicioneras con las que parece de obligatorio cumplimiento pelearse para obtener el peluche anhelado–, pero lo mejor de todo es que tampoco nos importa. Poco a poco los recuerdos de Sophie se convierten en los nuestros y el capricho intermitente de la evocación registrada –benditos vídeos domésticos a los que volver cuando ya se nos ha olvidado el sonido de la voz de nuestro padre o benditas fotos con las que recordar el alivio de un tiempo extinguido: ¿dónde se almacenó toda la pena oculta detrás de esa sonrisa?– va tomando forma y sentido. Va respondiendo preguntas, colocando dolores, redistribuyendo vacíos, atando mapas, ficcionando la retentiva de los sueños. El verano se está acabando y suena "Under Pressure", de Bowie y Queen. Toca baile con papá, aunque no sepamos que es el último.

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