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Angelina Jolie da el do de pecho en Venecia

[[LINK:TAG|||tag|||633611755c059a26e23f73b1|||Angelina Jolie]] no quería dar por concluida la rueda de prensa veneciana de «Maria», la película de Pablo Larraín en la que interpreta a [[LINK:TAG|||tag|||6336150b5c059a26e23f7970|||Maria Callas]] en los últimos días antes de su muerte, en septiembre de 1977, en su apartamento de París. La diva que volvía al ruedo de los festivales, después de años de ausencia, devorados por su tumultuoso divorcio de Brad Pitt, no quería despedirse de los periodistas que la masajeaban con una lluvia de merecidos elogios por su espléndida interpretación, un «comeback» en toda regla. El efecto espejo era perturbador, teniendo en cuenta lo mucho que la Callas necesitaba de la admiración ajena, y demostraba el gran acierto de «casting» de una película que, entre otras cosas, reflexiona sobre la carga simbólica del estrellato, uno de los temas que ha puesto sobre la mesa una 81ª edición de la[[LINK:TAG|||tag|||6336120c5c059a26e23f74d9||| Mostra de Venecia]] en la que Hollywood ha decidido minimizar el acceso de los medios a sus actores y actrices más célebres, recolocándolos en el altar de aquellos dioses inalcanzables que no pisan alfombras rojas, sino que levitan sobre ellas.

«Maria» cierra la trilogía que el director chileno ha dedicado a mujeres icónicas de la historia del siglo XX. La primera fue «Jackie», en la que [[LINK:TAG|||tag|||633612efecd56e3616931acc|||Natalie Portman]] encarnaba a Jackie Kennedy después de quedarse viuda, y la segunda «Spencer», con Kristen Stewart como Lady Di. Jackie está en el fuera de campo de «Maria», como la dama que sustituirá a la cantante en el corazón del que fue el amor de su vida, el millonario Aristóteles Onassis, con lo que la película clausura un discurso sobre la feminidad en crisis, acorralada por la presión social y mediática, de una manera de lo más consistente.

Una feminidad que, otra vez, en «Maria», está encerrada en sí misma, enclaustrada en interiores en claroscuro, aplastada por el conflicto entre el peso de su imagen pública y sus ansias de libertad. La película, que podría titularse «Maria de los espíritus», invoca, desde el presente en decadencia de Maria Callas, que sobrevive a su adicción a todo tipo de fármacos gracias a la compañía y supervisión de su ama de llaves y su mayordomo, a sus fantasmas y a sus recuerdos, poniendo especial énfasis en sus actuaciones (lo que Larraín llama un «mapa musical» que define el arco emocional de su heroína) y en su relación con Onassis.

Carga icónica

El director de «No», aficionado a la ópera desde los tiempos en que acompañaba a su madre al teatro en Santiago de Chile, construye un filme lánguido y opresivo, que pretende evocar el drama exacerbado de las arias que bordaba la Callas desde un tono intimista y ensimismado. Hay, pues, una cierta fricción entre las imágenes y las intenciones del autor, que, en rueda de prensa, afirmó que no quería hacer una película oscura sobre una situación trágica: «Es una película donde una mujer que ha pasado su vida cantando para los demás, cuidando de los demás, preocupándose por sus relaciones, ahora está lista para cuidar de sí misma y encontrar su propio destino”. Aunque su destino inminente, huelga decir, sea una muerte triste y solitaria. Y está, claro, Angelina Jolie. En cierto modo, «Jackie», «Spencer» y ahora «Maria» son filmes sobre sus actrices. Sobre su carga icónica, y sobre el modo en que esa aura inasumible, invisible pero omnipresente, organiza la puesta en escena. Jolie aceptó el reto de interpretar a la Callas después de entusiasmarse con «Spencer», aunque no sabía dónde se metía. Fueron siete meses de entrenar la voz y aprender a cantar como la Callas. «La primera vez que canté, encerrada en una habitación, estaba muy nerviosa, temblando», confesó Jolie ante la prensa. «Mi único objetivo era no decepcionar a los fans de Maria y a los amantes de la ópera, no hacerle un flaco favor a su legado».

Larraín explica que la voz de Jolie está muy presente en la película, sobre todo en la parte que transcurre en los años setenta, cuando la diva de la ópera está retirada y se plantea volver a cantar. Es cuando menos sorprendente que una actriz completamente ajena al mundo de la ópera haya podido llegar a ese nivel de afinación, aunque lo más destacable es que haya asumido que esa voz que no llega, esa voz en declive, defina el sentido trágico de su interpretación. Jolie, que no hacía un papel dramáticamente relevante desde «El intercambio», se entrega sin reparos a la fragilidad de la Callas como si compartiera con ella la gestualidad de un cuerpo apasionado y deprimido, aprisionado entre una elegancia divina y una conmovedora necesidad de afecto.

Jolie, que admitió identificarse en la vulnerabilidad de la Callas, encontró la emoción del personaje cuando pudo trascender su talento musical, aquello que la convirtió en diva: «Me senté con sus gafas, y su cabello griego, y su bata, y pensé en ella sola en su cocina... y eso permitió que su humanidad saliera a flote. No sé si ella falleció sabiendo que era apreciada. Creo que murió sintiendo mucho dolor y soledad». Allí donde Larraín ve una celebración, Jolie escribe con su magnífico trabajo un desconsolado obituario. Quizás de esa tensión surge el interés de esta «Maria». Al argentino Luis Ortega se le ocurrió la historia de «El jockey», que también competía en la sección oficial de la Mostra, uniendo dos imágenes: la de una carrera de caballos, que le fascinó desde la primera vez que visitó el hipódromo del barrio de Palermo, en Buenos Aires, y la de un hombre que se pesaba en todas las farmacias de la ciudad.

Deriva queer

Esas dos imágenes se reconcilian en el estudio de un personaje, Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayert), un jockey en crisis politoxicómana que, con sus ansias de autodestrucción, pone en peligro su relación con Abril ([[LINK:TAG|||tag|||633615ca5c059a26e23f7ad5|||Úrsula Corberó]]), con la que va a tener una hija, y su condición de protegido de un capo de las apuestas, que lo amenaza con matarle si no gana la próxima carrera.

Lo que, en un inicio, parece anunciarse como un thriller excéntrico se transforma en una película, aún más excéntrica, sobre la reencarnación. Así las cosas, después de un accidente, Remo se transforma en un ser en tránsito, que es y no es el que era antes, y la película se entrega a una especie de deriva «queer» que no solo afecta al protagonista –un Pérez Biscayert que explota su vena más Buster Keaton, impávido y sorprendido, como descubriendo el mundo por primera vez– sino a su propia estructura narrativa, episódica e imprevisible .Pegándose, como hizo en «El ángel», al cuerpo de su protagonista, el interés de Luis Ortega parece ser documentar un camino de redención literalizando las metamorfosis que le dan sentido. Eso conduce a la película a una buscada indefinición, a una hibridez a veces lacónica, a veces barroca, que resulta tan desconcertante como estimulante.

El principal problema de «El jockey» es que, a ratos, parece una cinta algo desesperada por ser original, aunque, en sus búsquedas, Luis Ortega consiga despegarse de los clichés del thriller o el relato picaresco por medio del absurdo. No estamos muy seguros de si esta película quiere decir algo sobre la reencarnación que resulte trascendente, pero tal vez no le haga falta, porque sabe brillar con el esplendor de lo nuevo.

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Errol Morris vs. el abuso infantil de Trump

Promovida por la administración Trump, la agresiva política contra la inmigración ilegal que separaba a sus hijos de sus padres, con la intención de disuadir a la población más pobre de países de la América Central, dispuesta a jugarse la vida para cruzar la frontera, acapara la atención de «Separated», el nuevo documental que Errol Morris presentó, fuera de concurso, en la Mostra veneciana.

Basada en el libro del periodista de la NBC Jacob Soboroff, la película se estructura en dos capas narrativas que se superponen: por un lado, lo que parece un thriller de procedimiento, donde se nos relata, a partir de entrevistas con voces críticas con dicha política, cómo se desplegó desde el gobierno una ley a favor del abuso infantil y contraria a los derechos humanos, y por otro, la reconstrucción dramatizada del viaje de una familia guatemalteca como inmigrantes ilegales.

Cuando hay aún más de mil niños que no han vuelto con sus familias, y con el posible regreso de Trump a la presidencia el próximo mes de noviembre, un documental como este no puede resultar más pertinente, aunque es fácil reprocharle a Morris que pierda tanto tiempo en ceñirse en detalles irrelevantes -por ejemplo, incluyendo una retahíla de correos electrónicos que corroboran lo que dicen los testimonios- y no dé voz a las víctimas de semejante atrocidad. ¿Tan difícil era ponerse del lado de los que de verdad sufrieron?

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