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De la Isla Bonita a San Borondón: tierra a la vista

Recorrer los rincones de España desde el punto de vista de la mitología nos otorga una comprensión muy diferente –pero también muy auténtica– de su realidad histórica, geográfica y patrimonial. En las entregas que componen esta columna les propondré un viaje a lo largo de los lugares esenciales de la geografía de leyend que jalonan los caminos de la vieja Iberia: valles frondosos, montañas sagradas, ríos legendarios, islas utópicas, ciudades secretas y destinos inexistentes que hunden sus raíces en la historia no estrictamente política o evenemencial de la península Ibérica a través de las edades. Ellos componen un imaginario arcaico y a la vez actual. Hay quien habló de la España mágica o esotérica, otros se han dirigido a la España anhelada, esencial o eterna, o bien a la España extraña y la Iberia sumergida: poetas, historiadores de lo oculto, cantantes, místicos, novelistas o santos han buscado ese país seguramente inexistente pero que acaso nos decía mucho más que el real sobre lo que piensan y sueñan las gentes y lo que encarnan los arquetipos relacionados con este antiguo solar: Eritía, Hispania, Iberia, Ofiusa o Sefarad.

En torno a esa geografía fantástica comenzaremos el curso –como corresponde al final del verano– con una invitación a embarcarnos hacia las ínsulas extrañas. La España mítica está rodeada de las célebres islas de los bienaventurados, tópico que procede del mundo griego antiguo y se va desplazando geográfica y semánticamente hacia las islas afortunadas (ellas mismas y no ya sus habitantes). En el imaginario antiguo España era también Hesperia, el país del poniente, el reino del ocaso, la tierra del atardecer, ideas muy relacionadas con la península Ibérica como lugar que se sitúa siempre en el océano del fin del mundo, antes del cual se perfila la silueta de unas islas que se dejan adivinar entre brumas desde las costas últimas antes de llegar al más allá o el Finisterre. Pensemos en la ilustre nómina de islas mágicas que abundan en este panorama. En él, quizá, la nebulosa península era, antes que La Palma, la Isla Bonita, pero también la Isla Terrible, como una ballena varada entre los mares.

Aparte de las Canarias o las Azores, otras candidatas usuales a ser las islas felices de los antiguos han sido las Baleares, antiguo lugar de paso bien conocido por fenicios y púnicos, griegos y romanos, vándalos y bizantinos, con sus costas de ensueño y su opulenta agricultura. Pero también hay otras islas menores, y en apariencia tan lejanas del imaginario clásico, como son las Islas Cíes, y otras que se adivinan desde las costas gallegas como islas que aparecen y también desaparecen. Las islas gallegas del ocaso eran lo que veían los viajeros al Finisterre en la antigüedad romana, tras cruzar ríos y montañas de las fronteras con el otro lado, y luego en la Edad Media, al transitar los umbrales últimos del camino a Santiago de Compostela, campo de estrellas que llevaba al ocaso. Se cruzaban ríos y montañas altamente simbólicos antes de llegar al mar. Ahí estaba el río Limia, en Orense, que era contemplado por los romanos como el “río del olvido” (Lethes-Oblivio), que llevaba el más allá a las almas y hacía que estas perdieran la memoria de sus vidas, o en el monte Aloia, en las inmediaciones de Tui, con el estuario del Miño que se sumerge entre las aguas que llevan al Poniente final, donde acaba nuestro mundo conocido. Y más allá están las Cíes, la isla de Ons, La Toja, Tambo, Sálvora y otros lugares que se verían entre brumas en aquellas rías, por no hablar de las más brumosas aún rías del norte, hacia la esquina donde dan la vuelta los vientos: la isla Gabeira, en San Andrés de Teixido, las Sisargas en Malpica, la Lobeira en Corcubión, o Coelleira, con sus restos monásticos.

El tema de las ínsulas míticas se multiplica en el medievo con islas de raigambre céltica que aparecen y desaparecen y que están plagadas de sirenas, monstruos o criaturas extraordinarias, como en los recuentos mitológicos de Gales o de Irlanda. Pensemos en la propia isla del más allá donde va a acabar sus días el rey venidero, el mítico Arturo, el feérico país de Avalon. También existe una isla fantástica de la eterna juventud y felicidad asociada con los dioses del ultramundo gaélico, el Tír na nÓg: las viejas razas que poblaron Irlanda antes de la actual, la de los milesianos –que no por casualidad proceden de la España septentrional–, habitan a menudo en islas de encanto. Hay que evocar también la isla Brasil, una isla que a veces está velada por las brumas del occidente lejano y que solo se muestra a algunos marineros. Estas islas se muestran, como en los cuentos de hadas, sólo a los puros de corazón, que podrán llegar a ese paraíso de las islas afortunadas. La isla Brasil, que tiene este nombre por el árbol que luego lo daría también al país más grande de Sudamérica –pues iban en pos de esta planta los portugueses que llegaron a sus costas–, es un buen ejemplo, pues solo se muestra a unos pocos. Solo los bienaventurados y los santos pueden llegar a estas islas, como aparecen algunos textos medievales en torno a la legendaria isla de San Brandán, que algunos quieren localizar entre las Canarias, que aparece y desaparece y a veces es descrita como un monstruo marino. En fin, larga es la nómina de estas ínsulas felices, con las que comienza nuestro viaje por la geografía de la España mítica.

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