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Comemos microbios

¿Sabe usted que su lechuga está llena de genes? Esta pregunta, ya clásica en los círculos de la divulgación científica, sirvió hace algunas décadas para poner el foco en todo lo que ignoramos habitualmente sobre nuestra comida. Por supuesto, la lechuga está llena de genes igual que nuestro cuerpo, las pinzas de un bogavante y los ojos del águila imperial. Pero muchas personas encuestadas por la calle se estremecían ante la posibilidad de estar comiendo “genes”. De hecho, esa ignorancia generalizada de las bases de la biología sirvió a unos cuantos grupos activistas para promover el miedo a los alimentos transgénicos, miedo que carece de cualquier base científica.

Si tuviéramos que buscar hoy una pregunta similar a aquella podríamos decir: ¿Sabe usted que su comida está lleva de microbios? Esta semana la revista Cell Press ha publicado el mayor catálogo hasta ahora recopilado de todos los componentes microbianos que hay en los alimentos más comunes. Se trata del mayor atlas del microbioma alimentario que tenemos a nuestra disposición hoy en día. En concreto, se han analizado los contenidos de más de 2.500 alimentos y entre todos se han identificado 10.899 microbios asociados a la comida. La mitad de ellos eran desconocidos hasta ahora.

Al cruzar esa base de datos con lo que hasta ahora conocemos del microbioma humano (es decir, de la cantidad de bacterias, hongos y otros organismos que componen nuestro aparato digestivo), se ha descubierto que el 3 por 100 de la biota intestinal de un adulto humano procede de lo que come. En el caso de los niños, el porcentaje asciende hasta el 56 por 100. Ahora, más que nunca, podemos decir aquello de que “somos lo que comemos”.

No se había realizado antes un rastreo tan exhaustivo del microbioma de nuestras fuentes de alimentación. Y es que, hasta ahora, el estudio de los componentes de la comida se realizaba de una forma muy fragmentada.

Diferentes instituciones investigaban individualmente sobre las propiedades de tal o cual alimento. Con la llegada de la metagenónica las cosas han cambiado. Esta herramienta de investigación permite el análisis de la estructura de todas las secuencias genéticas aisladas en todos los organismos de una muestra a granel. Es decir, se pueden estudiar al mismo tiempo los genes que están presente en miles de muestras diferentes. De ese modo, se ha acelerado considerablemente la capacidad de identificar microorganismos presentes en diferentes alimentos.

Muchos de estos microbios son esenciales para que el alimento sea comestible (por ejemplo las bacterias que participan en la fermentación del pan o en los procesos de curación de un embutido). Otros son los causantes del sabor y la textura del alimento y otros determinan el grado de conservación de la comida y cuándo empieza a deteriorarse.

El conocimiento de la microbiota de los alimentos es ancestral. La fermentación del pan o la cerveza se conoce desde hace más de 5.000 años y no es otra cosa que la acción que produce sobre el cereal y el agua un microorganismo vivo como la levadura. De manera que hemos dependido siempre de los microbios para alimentarnos. Aunque el funcionamiento real de estos procesos y la categorización de los organismos implicados en ellos no se empezara a entender hasta los trabajos de Pasteur en el siglo XIX.

Habría sido un sueño para él enfrentarse a esta nueva lista de más de 10.000 microbios asociados a la alimentación que componen 1.306 especies distintas de bacterias y 108 de hongos y que están en todas nuestras comidas.

Los expertos han descubierto que los alimentos de las mismas categorías suelen tener microbios similares. Por ejemplo, el microbioma de las bebidas fermentadas (vino, cerveza, sidra…) se parece mucho más entre sí que el de estas bebidas y los vegetales fermentados. En el caso de los productos lácteos (que han sido los más estudiados), las variaciones son mayores.

La pregunta que todos nos hacemos ante esta abundancia de microbios que ingerimos es para qué sirven y, sobre todo, cuán peligrosos pueden llegar a ser. El estudio no ha identificado muchos microorganismos con potencial patogénico en la alimentación habitual. Pero sí hay en la lista algunas bacterias que pueden ser poco deseables. En concreto, han sido capaces de aislar microorganismos que, con el paso del tiempo, deterioran el sabor y la calidad de los productos.

Esta información es de gran utilidad para la industria alimentaria que puede ahora contar con dianas concretas a las que atacar para mejorar las cualidades de sus propuestas.

La lista también es útil para las autoridades reguladoras a la hora de establecer límites de presencia de ciertos microbios en los alimentos a la venta.

Pero la aplicación más importante de este novedoso estudio es la médica. Si se certifica que más del 3 por 100 de las bacterias de nuestro intestino proceden de la alimentación (es decir, son microbios que no tendríamos si no comiéramos lo que comemos) se abre una interesante vía de investigación sobre cómo modificar nuestro microbioma a través de la dieta. Hoy sabemos que la composición bacteriana y fúngica de nuestro cuerpo está muy relacionada con la salud tanto física como mental. Y de momento carecemos de mecanismos para alterarla a conciencia más allá de tomar algún yogur probiótico o algún suplemento alimenticio de cuando en cuando.

Ahora estamos más cerca de entender cómo nos afecta el consumo de cada uno de los alimentos habituales (carnes, pescados, lácteos, fermentados…) y de personalizar esa información. En el futuro se podrán diseñar dietas individualizadas para cada paciente que tengan en cuenta las carencias de su propia microbiota y los beneficios o perjuicios que cada alimento aporta.

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