El Móscú sevillano contra la Sanjurjada
«Señor, acaba de llegar un telegrama de Sevilla», dijo el funcionario a Diego Martínez Barrio, diputado de esa ciudad en 1931 por el Partido Radical de Lerroux. El republicano suspiró. Se esperaba la confirmación de los rumores. Sus paisanos le habían avisado de que en los cafés se hablaba de un golpe que iba a dar el general Sanjurjo. El chisme lo ratificó un portero de finca, que comunicó al ministerio que había oído la fecha para la acción: el 10 de agosto. Y por si había dudas, una prostituta informó que uno de los involucrados, para hacerse el gallito y en el momento del éxtasis, contó que iba a dar un golpe contra la República. Ya se sabe: información vaginal, éxito asegurado.
Martínez Barrio no dudó: «Avise al alcalde de Sevilla». Era 10 de agosto de 1932. Sanjurjo lo tenía todo preparado, o así creía, en el chalet Villa Casa Blanca. De ahí saldrían para destituir al poder constituido, y con el apoyo de las tropas declarar el estado de guerra para una dictadura militar. Era preciso, decían, acabar con el desorden, convocar unas nuevas Cortes y un referéndum para que hablara la nación.
El plan fue tachado de fascista por la UGT y el «Moscú sevillano», que constituyó un Comité de Salud Pública y se lanzó a la represión callejera. Lo primero fue sacar a los presos. Hacía falta más tropa revolucionaria, claro. Atacaron la cárcel del Pópulo y mataron a un Guardia Civil. Después, «los rusos» fueron a las casas de los derechistas. ¡Justicia popular! A unos les habían faltado al respeto, y a otro les faltaba completar la vajilla. Entraron en las viviendas, pegaron, rompieron y robaron porque todo el mundo sabe que sin asesinar y mangar es imposible hacer una revolución en aras de los derechos humanos. «¡Al chalé de Luca de Tena, el facha del ABC!», dijo un «ruso» exhibiendo un máuser que había tomado prestado a la Guardia Civil. «Espera, quillo, que cojo el carrillo», pidió su compadre. Y tras llenar las alforjas con objetos ajenos marcharon a la imprenta de La Unión, el periódico tradicionalista y crítico con la República. No pudieron asaltarlo. «Bah, pues vamos a casa de Domingo Tejera, el facha que lo dirige, y la incendiamos con él dentro», propuso otro «ruso». Dicho y hecho.
Los revolucionarios se quedaron mirando el fuego. Es tan hipnótico y purificador. «¡Venga camaradas, ahora vamos a por la Iglesia, que es aliada de los explotadores!», planteó un «ruso» cuya mujer había colocado en su casa una estampita de la Virgen del Rosario de Montesión. Y como si fuera un «tour» turístico pasaron por San Ildefonso, San Juan de la Palma y San Martín para acabar en la Iglesia y hospital de la Caridad. Qué a gusto se queda un revolucionario abusando de quien no puede defenderse. Se sentaron en los bancos de la última iglesia para recuperar el resuello. Saquear a la carrera para hurtar la vajilla antes que ‘naide’ da una sed horrible.
«Eh, camarada, mira si hay vino de misa ahí ‘metío’ -indicó un «ruso» señalando el sagrario-, que tengo la garganta como un desierto». No se repartieron hostias entre ellos porque había sangre de Cristo para todos. Achispados, uno se arrancó por bulerías y otro arrancó los brazos a un Niño Jesús. Las carcajadas bailaron por la bóveda mientras las luces se reflejaban en el dorado retablo del altar mayor. «A ver, camaradas, esto no es lógico. ¿Cómo unos angelitos van a sostener esas columnas?», preguntó un «ruso». tras un eructo que retumbó en el antiprebisterio como un trueno del apocalipsis. «Esto en Rusia no pasa», advirtió uno. «Ya te digo, camarada -contestó otro-. En la patria del proletariado todo es ciencia. No hay sitio para el opio del pueblo». «Mira -dijo el que llevaba los pantalones atados con una soga por si hacía falta-, tengo aquí el último número de ‘La Voz Proletaria’. ¿Ves?», y mostró unas fotos de trabajadores rusos con sonrisas grapadas en la cara. «La vida del rojo es la vida mejor», soltó el que había asaltado el sagrario. «Sin trabajar. Sin estudiar» coreó el resto. «¡Basta! Tenemos una misión. Vamos a dar nuestro mensaje al mundo -exhortó el visionario del grupo-. Paco, coge la pintura».
Al día siguiente, sor Juana, enfermera del hospital de la Caridad, miró el muro del edificio. Habían escrito algo con letras rojas y grandes. Alarmada, llamó a uno de los médicos, que dejó con la boca abierta y un palito metido en la boca a un paciente que decía «a» sin convicción. «Don José, han puesto en la pared ‘¡Viva Rusia!’», anunció la monja. El médico se secó la frente y sonriendo dijo: «¿Y qué quería usted que escribieran en el mes de agosto en Sevilla, con la calor que hace?»