EE UU, ante una batalla electoral épica
El mundo entero observa con atención la jornada electoral en Estados Unidos. De forma directa o indirecta, el resultado será decisivo para el futuro del rol que la primera potencia tendrá en los conflictos y tensiones bélicas como la guerra en Gaza o Ucrania, así como las intenciones expansionistas de China ante Taiwán.
Y a nivel interno, en EE UU los más fatalistas incluso apuestan a que el resultado de las presidenciales impactará más allá de la visión económica a corto plazo y la retórica política de mano dura frente a la inmigración o el recorte de programas sociales. Hay quienes dicen que la prevalencia de las instituciones democráticas como hoy se conocen también es algo que se vota indirectamente.
Particularmente ese argumento es defendido por quienes creen que el republicano Donald Trump en un eventual segundo mandato utilizaría el Estado para ir tras sus adversarios políticos y desbaratar el sistema desde adentro. Esta idea la arropan en el recuerdo del asalto al Capitolio de 2021, cuando alentó una manifestación de sus simpatizantes en Washington D.C., que terminó en violencia para intentar frenar la certificación del resultado electoral que le sacó de la Casa Blanca.
La jornada de hoy es el cierre de unos meses frenéticos de una campaña que parecía iba a ser una de las más aburridas y menos sorpresivas de la historia reciente estadounidense, porque se inició como una suerte de revancha entre el octogenario Joe Biden, y el insistente Trump, cuyo único elemento de sorpresa era la coincidencia de su calendario judicial con los eventos electorales.
Precisamente, Trump ingresó a un tribunal en Nueva York el 30 de mayo y escuchó al jurado declararlo culpable de 34 cargos de delitos graves por falsificación de registros comerciales. El veredicto histórico –la primera condena penal de un presidente de EE UU– fue el sorprendente desenlace de un pago de dinero para silenciar a la actriz porno Stormy Daniels.
El electorado no se mostraba efusivo ni determinado a ir a las urnas, en un contexto no solo de campaña «aburrida», sino también desencantado en parte por un Biden que, a pesar de sus esfuerzos, no pudo devolver la inflación a tiempos prepandémicos. Y del otro lado, la apatía de muchos hacia un Trump que puede convertirse en el primer mandatario condenado ante un tribunal.
Con ese fatídico escenario se llegó al 27 de junio, cuando tuvo lugar el caótico debate que generó un tsunami político jamás visto en el Partido Demócrata que, tras semanas de deliberaciones y jugarretas políticas internas, se decantó por castigar el mal desempeño de Biden exigiendo a través de sus figuras más prominentes como la expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi la retirada de su candidato electoral.
En medio de esas conversaciones, sucedió quizás el segundo hecho más representativo de la contienda: la imagen de Trump derramando sangre de su oreja y gritando a sus seguidores «¡luchen! ¡luchen!» tras sobrevivir a un intento de asesinato en un mitin en Pensilvania. La fotografía no escapará a los libros de historia y marcó solo el primero de dos intentos por acabar con la vida del republicano. Más tarde, en septiembre, el Servicio Secreto frustraría otro plan similar.
Los dos intentos contra la vida de Trump fueron un punto de unión para los republicanos, quienes acusaron a sus opositores de incitar a la violencia contra él al describirlo como una amenaza para la democracia, a pesar de que no hubo evidencia que relacionara los motivos de los tiradores con la retórica demócrata.
Trump y sus portavoces mencionaron regularmente los intentos en mítines como evidencia de que Dios está de su lado, y hasta el final de la campaña siguen vendiéndose una variedad de productos conmemorando su supervivencia al atentado, desde libros hasta zapatillas y colonia.
En agosto los demócratas, casi moribundos en términos electorales, escogieron sin un proceso de primarias tradicional a la actual vicepresidenta y fórmula de Biden, Kamala Harris, para intentar salvar un barco que se hundía rápidamente. Todos los críticos internos y externos de la demócrata optaron por dejar enterrado en arena sus cuestionamientos por baja popularidad y poca visibilidad mientras ha sido la segunda al mando en la Casa Blanca durante cuatro años, e intentaron convertir su aspiración en una reedición del momento Obama en 2008, mutando el icónico «Yes, we can» del afroamericano en el nuevo «We are not going back».
El entusiasmo por elegir a la primera mujer afroasiática como presidenta descolocó la campaña de Trump, que pronto se vio en problemas para elegir sus blancos de ataque. Ya Harris no era una anciana de 80 años cuyas capacidades cognitivas estaban en cuestión y, además, al enfrentarse a una mujer, el expresidente republicano debía pensarse dos veces la estrategia de comentarios ofensivos porque su principal punto débil es precisamente la poca capacidad de captar el apoyo del voto femenino.
Todo eso se vio reflejado en el único debate entre Harris y Trump el 10 de septiembre, cuando la campaña demócrata utilizó a su favor el contraste de exprimir el perfil de Trump como «un candidato criminal» que está siendo enfrentado contra una vicepresidenta fiscal. El consenso general fue que Harris salió vencedora, dándole un impulso en las encuestas y en el apoyo a nivel general con docenas de celebridades poderosas, desde Taylor Swift hasta Beyoncé o Bad Bunny, que terminaron arropando su candidatura al tiempo que cuestionaron las salidas en falso del republicano contra varias minorías en el país.