"Suhenmano"
A comienzos de los años noventa casi todo iba bien en España, enchufados por el viento de cola de los dineros que llegaban de Bruselas para desasnarnos y lograr acercarnos más a nuestro vecinos del norte. Ellos, además de vivir detrás de los Pirineos, eran rubios, hacían gimnasia y tuvieron una postguerra más multicolor que la nuestra. “No empecemos otra vez con la guerra”. Eso, digo, que Felipe González y el invento del socialismo a la española funcionaba y la derecha miraba con envidia el omnipoder del PSOE a la hora de ir a las urnas. Qué nostalgia, ¿verdad? Todo perfecto hasta que comenzaron a salir goteritas, manchitas de humedad en la límpida fachada del poder y apareció el olor de la corrupción. Una de ellas, quizás la más determinante, salpicó nada menos que a Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, por causa de un despacho oficial en Sevilla donde se cocían prebendas, se daban abrazos y se prometían favores del Estado. Entonces, eso no se estudiaba en un cursillo de la universidad, todavía no, pero el abracadabra que lograba que las puertas del poder se abrieran como las aguas del Mar Rojo ante Moisés era: “Mihenmano”, que dicho así como con la boca medio llena de cazón en adobo se entiende poco. El sortilegio era propiedad de Juan, el hermano de Alfonso, que lo utilizaba para desatascar posibles embrollos, frenos o dudas en su faceta de facilitador. Nadie sabía entonces qué significaba el tráfico de influencias, tan vírgenes como vivíamos en el estupor al ser expulsados de aquel paraíso de honestidad prometida. Pero como las manzanas todo se pudre, y ya no nos sonrojamos, ni piensen que Pedro Sánchez va a dimitir como sí hizo Guerra un año después de que un concejal de Barbate contará el pelotazo urbanístico orquestado por “suhenmano” para turistas de lujo. ¿Les suena? La familia siempre triunfa, incluso para nosotros, hijos del malvado Caín, que no tuvo piedad en quedarse sólo ante los ojos de Dios y responderle que no tenía ni idea de “suhenmano” Abel.