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La discreción de la Luz

Meditación para la Navidad del Señor

¿Qué es lo que hace que una luz brille en la oscuridad sin estridencias, pero con la fuerza suficiente para vencer toda tiniebla? En un mundo saturado de espectáculos y falsedades, el Evangelio de la Navidad nos habla de una luz que no encandila, sino que esclarece todo; una luz discreta, pero certera por ser la verdad, cuya fuerza está en la humildad y que espera nuestra respuesta en libertad. Meditamos esta página de oro del evangelio:

«En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.

Él estaba en el principio junto a Dios.

Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.

No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.

En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.

Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.

Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.

Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo:

“Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo”.

Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.

Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Juan 1,1-18).

El Evangelio nos presenta al Verbo de Dios como su reflejo y manifestación de su ser. Esta luz no es como las que pululan en el mundo este mundo, que ciegan con su fugacidad. Cristo no brilla para imponerse, sino para revelarse. Es la luz discreta y serena, que penetra en el corazón y lo transforma desde dentro.

San Juan Crisóstomo decía que la luz de Cristo “no fuerza, sino que invita; no aplasta, sino que eleva”. Esto contrasta con tantas luces falsas que seducen y esclavizan. ¡Cuántos espejismos brillan ante nosotros prometiendo glorias inmediatas, pero que dejan vacía el alma! La luz de Cristo es la de la zarza ardiente que encontró Moisés en el Antiguo Testamento (Éxodo 3): Ilumina sin quemar, calienta sin consumir, descubre nuestra verdad sin humillarnos ni desalentarnos.

El Verbo que se hace carne (Ἐγένετο σὰρξ) no escoge el esplendor del poder humano, sino la humildad de un pesebre. Este es el mayor esplendor: Dios infinito hecho criatura finita para que nosotros podamos verlo y amarlo. Como decía San Agustín, “Dios se hace pequeño para que podamos alcanzarlo; pero en su pequeñez, no deja de ser grande”.

Esta elección divina nos interpela. En un mundo que busca el espectáculo, Dios elige el silencio del corazón. La Navidad nos llama a imitar esta humildad luminosa. Si queremos que nuestra luz brille, primero debemos aceptar que solo Él es la verdadera luz. No hay gloria mayor que reflejar su resplandor.

La luz brilla en las tinieblas (καὶ τὸ φῶς ἐν τῇ σκοτίᾳ φαίνει), y la tiniebla no la venció. La lucha entre luz y tinieblas es constante, pero Cristo nos asegura la victoria. Su luz no es agresiva, pero sí invencible. Es la llama que persiste ante los vientos más fuertes.

San Juan de la Cruz lo expresó con belleza: “El alma que camina en la luz de Dios no teme a la oscuridad, porque sabe que incluso las sombras se convierten en camino”. La discreción de la luz divina radica en que no necesita demostrar su poder: simplemente está, y eso basta para transformar.

“A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios». Este es el mayor don de la Navidad: que la luz de Dios no solo nos ilumina, sino que nos transforma. Ser hijos de Dios es reflejar su esplendor en el mundo. Pero esta filiación no nace del orgullo, sino de la gracia.

En la Navidad celebramos que la luz verdadera ha venido al mundo. Pero esta luz no es solo para un día: es para toda la vida. Tampoco es solo para verla brillar, sino para brillar nosotros en ella. Así que nuestra tarea es contemplar la luz para vivir en ella y llevarla a los demás.

La discreción de la luz divina nos llama a una evangelización que no sea ruidosa, sino auténtica; no impositiva, sino verdadera y atrayente. Como decía el Cardenal Newman: “La verdad se impone por sí misma, no por su fuerza, sino por su belleza”.

La luz verdadera brilla en medio de las tinieblas del mundo, y nos invita a convertirnos en espejos que la reflejen. Que esta Navidad renovemos nuestro compromiso de vivir como hijos de la luz, llevando el esplendor discreto, pero invencible, de Cristo a cada dimensión de nuestras vidas.

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