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Siria, el incierto capítulo en diferido de las Primaveras Árabes

Inevitablemente, las imágenes de los sirios celebrando el fin de la dictadura en las calles de Damasco o Homs hace justo tres semanas, haciendo en su alegría añicos de las efigies en bronce o en piedra de Bachar o Hafez el Asad, remiten a las caídas de otras autocracias regionales a comienzos de la pasada década. La oleada de revueltas que pasó a la historia como las Primaveras Árabes provocó el derrumbe de manera fulgurante en el año 2011 de los regímenes dictatoriales de Túnez, Egipto, Yemen y Libia. Aunque sin producir cambios políticos mayores, el mismo grito de dignidad y democracia de los jóvenes –la inmensa mayoría de la población en el mundo árabe– llegó también a otros países de la región incluida la propia Siria. El mundo observaba con simpatía: había llegado al fin el despertar árabe, el fin de décadas de represión y oscurantismo y el inicio de una etapa de libertad y dignidad.

Pero transcurridos casi 14 años del inicio del esperanzador fenómeno, poco ha quedado del impulso de furia y reivindicación en la calle, así como de las prometedoras organizaciones en que quedó plasmado, y tanto Túnez como Egipto, Yemen o Libia son hoy Estados autocráticos. Como, en mayor o menor grado, lo son el resto de países árabes.

Si el pequeño país norteafricano representó un día la esperanza de toda una región al ser capaz de sentar las bases de un incipiente Estado de derecho, incluida la aprobación de una Constitución de consenso, también ha sido la mayor decepción al ver cómo un presidente elegido en las urnas, Kais Saied, ha acabado en apenas dos años con todo lo construido para erigirse en dictador de nuevo cuño.

Lo peor se lo han llevado países como Yemen o Libia, escenarios de largas guerras civiles y hoy países divididos en dos administraciones paralelas. Como Siria o Líbano, Yemen sufre las consecuencias del expansionismo iraní, y más de medio país se encuentra en manos de una milicia chií, los hutíes, protagonista de una larga campaña de ataques a Israel y buques comerciales occidentales. Tras la caída del coronel Gaddafi y un cruento conflicto civil, Libia es un país hoy dividido «de facto» en dos incapaz de construir instituciones civiles y democráticas. En Egipto, como en otros países de la región, las primeras experiencias electorales libres dieron un papel protagonista a los islamistas. Víctima de las mismas tendencias autoritarias y divisivas de las autocracias laicas, la experiencia de gobierno de los Hermanos Musulmanes acabó de la peor manera: con un golpe de Estado en 2013 que volvió a aupar a los militares, en este caso a Al Sisi, al poder absoluto.

También la Primavera Árabe llegó a Siria, y aunque la revuelta llegó a poner contra las cuerdas en 2012 a la dictadura del Partido Baaz, los jóvenes protagonistas de las manifestaciones prodemocráticas en ciudades como Deraa o Damasco no pudieron entonces imaginar el grado de brutalidad que tendría la respuesta del régimen. Pronto Siria se convirtió en un escenario bélico a escala regional, y el islamismo más radical acabó secuestrando la revolución para embarcar al Estado levantino en una larga guerra civil de más de trece años. Gracias, sobre todo, a la ayuda de Rusia, Bachar al Asad, que se acabaría presentando como dique de contención del yihadismo, la gran preocupación de Estados Unidos, lograba salvar su cabeza.

Hasta el mes de diciembre de 2024. Claro que el fin de la dictadura de los Asad a comienzos de mes tras la fulgurante ofensiva de las milicias yihadistas comandadas por Hayat Tahrir al Sham no puede explicarse sin una serie de circunstancias externas, empezando por la renuncia de la Federación Rusa a implicarse militarmente en la defensa de su aliado árabe. También decisiva ha sido la incapacidad de Hizbulá, la otrora temible milicia chií libanesa, y de la propia República Islámica de Irán, duramente castigada por las sanciones occidentales. De la misma manera, el fin del régimen sirio no se comprende sin la renuncia del otrora temible aparato de fuerzas de seguridad a combatir contra un enemigo más motivado, preparado y financiado.

Y es que, si impensable hace unos meses era que Hamás e Hizbulá quedaran prácticamente fuera de combate –como consecuencia del castigo israelí al ‘eje de la resistencia’– o que cayera la dictadura siria, ahora parece menos el fin de la República Islámica de Irán. A juzgar por la dureza la de la ofensiva de las Fuerzas de Defensa de Israel en el último año y de las advertencias directas del Gobierno de Benjamin Netanyahu al régimen de los mulás, nada puede ya descartarse.

Con todo, a corto plazo, el escenario regional no augura una nueva oleada de revueltas populares semejantes a las de los años 2011 y 2012. De Jordania a Marruecos pasando por Arabia Saudí y los Emiratos, las monarquías árabes, capaces de conjugar elementos democráticos –como el multipartidismo y un relativo grado de libertades públicas e individuales– con un poder casi absoluto de legitimidad divina tienen asegurado su futuro en la región. Contrariamente a las viejas repúblicas laicas y nacionalistas árabes, las monarquías no han hecho ascos a acercarse al Estado de Israel –Jordania, Marruecos, Emiratos y Bahréin normalizaron sus relaciones con Tel Aviv–, a sabiendas del perjuicio que ello pudiera tener en el ámbito doméstico teniendo en cuenta el grado de rechazo de las opiniones públicas árabes.

Si Siria ha sido distinta en la capacidad de resistencia de una dictadura brutal y a la resiliencia de un pueblo capaz de soportar trece años de guerra, el Estado levantino tiene ante sí la oportunidad de hacer las cosas de otra forma en este episodio en diferido de la Primavera Árabe. Mucho de ello dependerá de sus nuevas autoridades que, a pesar de su pasado yihadista, prometen una transición hacia un modelo respetuoso con las minorías étnicas y religiosas. Otro de los grandes interrogantes será el papel que pueda desempeñar la oposición en el exilio, así como del resto de fuerzas políticas, en la elaboración de una hoja de ruta democrática en un país sometido a más de medio siglo de dictadura y terror.

Con independencia del término que haga fortuna en los medios y la academia –a menudo desdeñosa con el de Primavera Árabe–, la ausencia generalizada de democracia traerá, antes o después, nuevas protestas a las calles de la región, cuyos problemas estructurales –autoritarismo, corrupción, radicalismo religioso, analfabetismo, desempleo– en este 2024 a punto de concluir son los mismos que en 2011. El tiempo dirá si Siria es nuevamente diferente al resto y es capaz de marcar, quizás con objetivos graduales y más modestos, el camino de la inclusión, el pluralismo y la democracia al mundo árabe.

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