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Escándalo de tráfico de sangre en China para conocer el sexo del bebé

El contrabando suele entenderse como un delito de mercancías. Objetos que cruzan fronteras para esquivar impuestos o controles, como tabaco, copias de lujo o metales preciosos. Lo que las autoridades chinas dicen haber desmantelado obliga a ampliar esa definición. Durante años, una red clandestina extrajo y sacó del país más de cien mil muestras de sangre de mujeres embarazadas, recolectadas en casi todas las provincias. No es una cifra anecdótica, ya que equivale, en términos demográficos, a alrededor del uno por ciento de los nacimientos registrados en China en 2024. Es decir, no se trata de casos aislados, sino de un sistema ilegal con alcance nacional.

La investigación se centró en Guangzhou, Foshan y Shenzhen, ciudades del sur que concentran infraestructuras logísticas, sanitarias y comerciales clave. Allí operaban organizaciones criminales con una división del trabajo estricta. Unos se encargaban de captar clientas, otros realizaban la extracción de sangre, otros almacenaban las muestras en condiciones controladas, otros gestionaban el transporte interno y otros se ocupaban del cruce fronterizo. La fragmentación reducía riesgos y dificultaba rastrear responsabilidades. Era una cadena diseñada para funcionar sin interrupciones.

El método de transporte era simple y eficaz. Las muestras viajaban adheridas al cuerpo de mensajeros, ocultas bajo la ropa, en maletas corrientes o mezcladas con productos cotidianos como té o alimentos secos. No se necesitaban tecnologías sofisticadas, solo disciplina y volumen. El negocio era altamente rentable. Cada prueba genética se vendía por entre dos mil y tres mil yuanes (unos 250 a 380 euros). Las ganancias totales superaron los treinta millones de yuanes (3,6 millones de euros). El principal sospechoso obtuvo más de siete millones en menos de cinco meses (850.000 euros). El incentivo económico explica la persistencia y la escala.

La demanda tampoco era marginal. Los servicios se anunciaban en redes sociales con un lenguaje médico cuidadosamente neutral. “Pruebas genéticas de precisión”, “detección fetal no invasiva”, “sin riesgos”. No se mencionaba explícitamente el objetivo, pero era inequívoco para quienes buscaban el servicio. Se trataba de conocer el sexo del feto antes del nacimiento, una práctica prohibida en China desde los años noventa. El veto responde a una historia concreta y a consecuencias medibles.

Durante décadas, la política del hijo único coincidió con una fuerte preferencia cultural por los varones. La combinación produjo abortos selectivos y un desequilibrio de género sin precedentes. Aunque hoy la ley permite tener dos o más hijos, la mayoría de las familias no amplía su descendencia. El costo de la vivienda, la educación y el cuidado infantil hace que muchas parejas sigan optando por un solo hijo. En ese contexto, la lógica persiste de que si solo habrá uno, conviene asegurarse de que sea varón. La liberalización demográfica no eliminó el problema estructural, lo desplazó hacia circuitos ilegales.

Que esta oferta circulara durante años en plataformas digitales sin ser retirada plantea un dato clave para entender el caso. No se trata solo de fallos de vigilancia. Sugiere una convivencia prolongada entre la norma y su incumplimiento, alimentada por una demanda social que el Estado no ha logrado erradicar. Sin embargo, cuando la red fue desmantelada, la reacción oficial se centró en otro punto.

En los comunicados posteriores, la principal preocupación no fue la discriminación de género ni el impacto sanitario de estas prácticas. Fue la salida de material genético fuera del país. El Procuratorial Daily, medio vinculado a la fiscalía suprema, afirmó que el contrabando de recursos genéticos “cruza la línea roja de la bioseguridad nacional” y reclamó una respuesta coordinada entre tribunales, autoridades sanitarias y plataformas digitales. El énfasis es revelador: la sangre no se presenta como un problema ético, sino como un activo estratégico.

Ese enfoque se apoya en un marco legal reciente. La Ley de Bioseguridad de 2020 establece que los recursos genéticos humanos están bajo soberanía estatal y que su recolección, uso y transferencia internacional deben ser estrictamente controlados. En este marco, los cuerpos de los ciudadanos no son solo sujetos de derechos, sino también portadores de información considerada sensible para la seguridad nacional. La biología entra así en el mismo campo que las infraestructuras críticas o los datos estratégicos.

El Ministerio de Seguridad del Estado reforzó esta visión en 2023 al advertir que actores extranjeros podrían utilizar datos genéticos chinos para desarrollar armas biológicas dirigidas a grupos raciales específicos. La afirmación no estuvo acompañada de evidencia pública, pero fue presentada como una amenaza plausible. En el discurso oficial, la ausencia de pruebas no invalida el riesgo, lo justifica como escenario que debe prevenirse.

Esta narrativa no surge de la nada. Tras la epidemia de SARS en 2003, circularon teorías que atribuían el brote a un ataque deliberado contra la población china. Ese mismo año, una editorial académica estatal publicó un libro que sostenía que potencias extranjeras habían desarrollado tecnologías capaces de inducir enfermedades neurodegenerativas específicamente en chinos. Con el tiempo, estas hipótesis pasaron de los márgenes al centro del discurso institucional. En 2018, un delegado de la Asamblea Popular Nacional pidió excluir a empresas extranjeras del sector de productos sanguíneos por el riesgo de “armas genéticas racistas”. El hecho de que esta persona dirigiera una empresa nacional del sector apenas generó debate.

En el caso actual, las autoridades no han confirmado el destino final de las muestras. Analistas señalan a Hong Kong, históricamente asociada a servicios prenatales prohibidos en el continente. La cercanía geográfica de las urbes implicadas refuerza esa hipótesis. Pero el destino concreto es casi secundario. Lo central es cómo el Estado interpreta el flujo de sangre fuera de sus fronteras.

No existe evidencia científica de armas genéticas capaces de atacar etnias específicas. Lo que sí subsiste es un mercado ilegal sostenido por una preferencia cultural persistente y un Estado que interpreta la biología en clave de seguridad estratégica. El caso expone una tensión no resuelta, un problema social que sigue produciendo demanda y una respuesta política que desplaza el foco hacia la soberanía y la amenaza externa. En ese cruce, la sangre deja de ser un dato médico y apunta a un asunto de Estado.

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