España y el arte de criar cobras
En economía, pocas ideas explican los fracasos de quienes nos gobiernan como el llamado “efecto cobra” que ocurre cuando una política pública termina provocando exactamente el problema que, aparentemente, pretendía resolver. El origen del término se encuentra en la India colonial, donde las autoridades británicas decidieron pagar por cada cobra muerta para reducir una plaga, algo que funcionó al principio pero que terminó con la gente empezó a criar cobras y cuando el programa se canceló, las cobras fueron liberadas y el problema empeoró. El incentivo no eliminó el problema, sino que lo profesionalizó.
Algo muy similar ocurre en la política económica española donde el efecto cobra se eleva a política de Estado y lo vemos en el mercado de trabajo donde, para proteger al trabajador, se sube el SMI y se encarecen las relaciones laborales, restando flexibilidad a la contratación. El resultado no ha eliminado la precariedad, sino que ha conseguido que unos pocos estén muy blindados mientras la gran mayoría esté condenada a la temporalidad.
Igualmente ocurre con la limitación de precios al alquiler donde lo único que ha mejorado es el discurso político de algunos, pero no el acceso a la vivienda, o las subvenciones a empresas ligadas a cumplimiento de requisitos formales y no por resultados como son las ayudas relativas al tamaño para proteger presuntamente a la pyme y que desincentivan el crecimiento o los fondos europeos que premian más la capacidad de rellenar formularios y documentos, no la productividad real. En fiscalidad, se suben los impuestos a los ricos sin tocar el gasto ni mejorar la eficiencia y el resultado es más economía sumergida y deslocalizaciones empresariales.
Así pues, la cobra genera miedo, dependencia y necesidad de protección y nada legitima más el poder que un problema crónico que exige nuevas ayudas como las que vemos continuamente en nuestra política económica, toda una carrera por inventar transferencias a todo lo que se mueve, sin corregir las causas, sólo gestionando los síntomas con paguitas.
El incentivo es perverso pero eficaz porque si el problema se resuelve, desaparece la excusa para la ayuda, pero si se mantiene o empeora, se justifican nuevas rondas de intervención. Por eso vemos grandes ocurrencias de algunos partidos en sus programas electorales, buscando encontrar los nidos de cobras que sirvan de caladero de votos y proponiendo cosas como el transporte público gratuito para los jóvenes o una renta básica universal, que es el ejemplo más refinado del efecto cobra, presentada como la solución estructural para la pobreza, por la que todos los ciudadanos recibirían del Estado una cantidad fija de dinero por el simple hecho de vivir, garantizando unos ingresos desvinculados del esfuerzo y la productividad.
No sorprende que esta idea entusiasme a algunos partidos, especialmente a los herederos ideológicos del comunismo, cuya supervivencia política depende, en gran medida, de que exista siempre una masa de ciudadanos dependientes del Estado, de modo que el pobre pasa de ser un problema a erradicar a convertirse en un sujeto político a conservar. Para ello es necesario eliminar la propiedad privada empobreciendo al que tiene libertad financiera y como decía un político que llevó a su país a la ruina, la revolución consiste en mantener a los pobres, pobres, pero con esperanza.
El efecto cobra aquí no es colateral sino el núcleo de la estrategia pues, no se trata de empoderar al individuo para que deje de necesitar la ayuda, sino de asegurar que la ayuda nunca deje de ser necesaria. El drama es que estas políticas no solo son caras e ineficientes, sino que erosionan la responsabilidad individual, la productividad y la confianza en las instituciones sustituyendo el crecimiento por la subvención, el esfuerzo por la compensación y la solución por el relato.
Lo peor no es ver muchas cobras sino saber que algunos políticos están muy interesados en seguir criándolas y su incentivo ya no es salir del sistema, sino permanecer en el, de modo que el efecto cobra deja de ser un accidente y pasa a ser una estrategia.
Por Juan Carlos Higueras, Doctor en Economía y Vicedecano de EAE Business School