Editorial: Secuestro de capitales sin causa lícita aparente

Pocas medidas son tan eficaces para combatir el crimen organizado y, en particular, el narcotráfico, como privar a los malhechores de sus ganancias. Por eso la reforma de la Ley contra la Delincuencia Organizada para permitir el secuestro de capitales surgidos sin causa lícita aparente merece aprobación legislativa.

La reforma autoriza inmovilizar propiedades, autos y cuentas bancarias, entre otros, para luego exigir a los propietarios justificar su origen lícito. Es una potestad extraordinaria, tanto por la inversión de la carga de la prueba como por su aplicación ante causam (la administración tendrá un plazo de 30 días a partir de la notificación al afectado o la ejecución de la diligencia para presentar la denuncia formal) e inaudita altera pars (sin escuchar a la otra parte).

Pero así como la privación de las ganancias del ilícito es de gran trascendencia para combatir las peores formas de delincuencia, los perjuicios derivados de una aplicación errónea o arbitraria de semejantes facultades pueden ser irreparables para una persona inocente a quien, por ejemplo, se le corta el flujo de ingresos de una operación financiera mientras justifica el origen del capital.

Por eso coincidimos con las acertadas sugerencias de la Unión Costarricense de Cámaras y Asociaciones del Sector Empresarial Privado (Uccaep) sobre las garantías necesarias para el ejercicio de las facultades previstas en la reforma, especialmente las relativas a las entidades legitimadas para solicitar al Juzgado Contencioso-Administrativo y Civil de Hacienda la toma de medidas anticipadas y provisionales de aseguramiento, secuestro, conservación y verificación de bienes.

La Uccaep considera, con razón, que la potestad de pedir el secuestro debe ser exclusiva del Ministerio Público y no de las otras tres instituciones designadas en el proyecto de ley: la Contraloría General de la República, el Ministerio de Hacienda y el Instituto Costarricense sobre Drogas (ICD). Los últimos dos dependen del Poder Ejecutivo y, en determinadas circunstancias, pueden ser instrumentalizados para perseguir adversarios políticos.

La Contraloría, por su parte, tiene funciones bien definidas por ley y totalmente ajenas a la ejecución de medidas propias de la lucha contra el crimen organizado. Cuando detecta un delito, acude al Ministerio Público para denunciarlo. Este último es la única autoridad acusatoria del Estado, y de conformidad con su Ley Orgánica tiene una independencia funcional que sirve de garantía al ejercicio objetivo e imparcial de atribuciones como las concedidas por la reforma.

La Fiscalía tiene la función de requerir a los tribunales la aplicación de la ley y hacer la investigación preparatoria, para lo cual cuenta con el auxilio del Organismo de Investigación Judicial. La congruencia de esas funciones específicas con las facultades creadas por la reforma es tan evidente como la falta de armonía con los objetivos fijados por ley a las otras tres instituciones.

Nada impide, por otra parte, a la Contraloría, Hacienda, el ICD o cualquier otra dependencia comunicar a la Fiscalía sus sospechas sobre el origen de un capital determinado. Ese es el procedimiento seguido en la actualidad cuando el Ministerio detecta un fraude fiscal, la Contraloría descubre una malversación de fondos o el ICD observa una operación de lavado de capitales. No hay razón para correr el riesgo de abuso o mala aplicación de las nuevas potestades. Hacerlo poco contribuye a alcanzar el objetivo de combatir el crimen organizado y abre, en cambio, el portillo para otros males.

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