Nadal, de 2004 a 2024: una evolución del mito para perpetuarse

Son más de veinte años de éxitos que se entienden por una sola palabra: humildad. Es la que ha desarrollado Rafael Nadal durante toda su vida, más allá de la tenística, pero que ha explotado sobre todo en esta faceta. Solo así se entiende la evolución de un campeón en otro, y en otro, y en otro, sin apenas parones más allá a los que lo obligó su propio cuerpo. Aquel chaval de Manacor (3 de junio de 1986) se empapó de una doctrina firme, también segura, y convencida de que los éxitos se empiezan a labrar en el día a día. Desde las pistas de casa, con su tío Toni, el balear mostró talento, genio, perseverancia, capacidad de escucha, de atención y de aprendizaje, esfuerzo, constancia y carácter para conseguir ser un poquito mejor cada vez. Despuntó pronto, campeón nacional con chicos más mayores que él y muy buenas sensaciones cuando atacó el templo de los mayores. Doblegó a sus propios referentes, como a Carlos Moyà , y se empeñó en conquistar todas las plazas, del color que fueran, y ante todos los rivales, de la edad y el estilo que tuvieran. Aprendió de todo ello. Solo con unas cualidades innatas trabajadas en el día a día puede llegar a entenderse cómo fue capaz de doblegar a varias generaciones en modo ciclón en esos primeros años en los que muchos necesitan todavía madurar. De aquella melena, camiseta sin mangas y pantalón pirata con los que desafió al orden establecido que imponía Roger Federer, hasta erigirse como único y exclusivo emperador de la tierra batida, y competidor feroz en cualquier otra plaza. Hasta ser él el mayor de los retos para todos los demás, con cuya presencia el oponente podía palidecer, consciente de que ganar a Nadal era mucho más que ganar un partido. Todo, gracias a una constante evolución de su juego y de sus movimientos para adaptarse a los rivales, a las nuevas tendencias, a sí mismo conforme pasaban las velas en la tarta. El tenista incombustible, de músculos desarrollados, de puño al aire y rodilla derecha levantada con cada punto ganado, fue transmutando en el metódico, pausado y vertiginoso en la ejecución; lo que requería cada partido y cada fase de su propio crecimiento. Un ser camaleónico que estudió a los oponentes, explotó sus virtudes o las modificó a su antojo y minimizó los errores propios. Como muestra: 14 títulos en París (63 títulos en total), conquistó el verde de Wimbledon en dos ocasiones (2008 y 2010), atrapó el azul metálico del US Open cuatro veces (2010, 2013, 2017 y 2019), y se hizo dueño de Melbourne en dos (2009 y 2022). Hubo un primer título en 2004 y un primer Roland Garros en 2005, con 19 años y tres días, y un último en 2022, con 36 años y dos días. Todo igual, mordisco a la Copa de los Mosqueteros, pero todo distinto. De aquella primera final ante Mariano Puerta permanecieron siempre la pasión, la superación, la confianza; se fueron perdiendo algunas cosas, como la velocidad de las piernas y la explosividad de los brazos, para ir ganando otras igual de letales: rapidez de acción, golpes más certeros, directos y más maduros para ahorrar energía. La derecha fue desde siempre un tormento para los rivales. Eléctrica, enrevesada y enrabietada cuando cogía velocidad y sobre todo altura, a Federer, y a otros muchos, le producía pesadillas porque sus efectos superaban con creces las capacidades ajenas. Muy difícil de leer y, especialmente, de responder, también mejoró con los años, apartando a un lado la labor defensiva para iniciar el ataque desde el primer golpe. Cuando llegó Carlos Moyà a su banquillo, este lo convenció de que no necesitaba ni tantos kilómetros para ganar el punto ni tantos partidos para ponerse a tono. Dejó atónito al personal cuando volvió después de seis meses de barbecho en 2021 con el título en Australia 2022, la última de sus proezas. Y todavía se mantiene la duda de qué hubiera pasado en Roland Garros 2024 si en lugar de tocarle Alexander Zverev en primera ronda hubiera sido alguien de ranking más bajo y se hubiera entonado... En el proceso para debatirle los títulos en todas las superficies, acortó tiempos, salvó gasolina, y convirtió el revés en un puñal que atravesaba la pista con celeridad y saña sobre la moral de sus rivales. Si osaban acercarse para responderla, quedaban exhaustos, jaque, y dejaban al descubierto el resto de la pista. Jaque mate. Obligado por la juventud de la nueva generación, también se adaptó a la potencia del saque. Aceptó la apuesta y la subió. Su primer servicio ganó contundencia; el segundo siguió siendo un tormento, aunque apenas superara los 170 kilómetros por hora. Bastó la altura, el efecto, la dirección hacia la izquierda, desplazado tanto el rival, que sentenciaba sin oposición a la derecha. Poco de esto hubiera sido posible sin esa infatigable, e innegociable, capacidad mental de superarse a sí mismo, de luchar cada pelota, de aceptar consejos, de trabajarse una y mil veces una nueva oportunidad de seguir siendo Nadal. Lo que le permitió ser el campeón incombustible al que solo el físico ha acabado venciendo.

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